miércoles, 19 de octubre de 2016

ELLAS HICIERON HISTORIA (3)

              MUJERES ESPAÑOLAS EN LA COLONIZACIÓN DEL RÍO DE LA PLATA

Escribía Borges: “Frente a la exaltación de la obra de conquista, es ofensivo el silencio sobre la pobladora”. Lo ocurrido durante la expedición de Pedro de Mendoza nos da una prueba evidente de ello. Aquella expedición configurada, fundamentalmente, para colonizar los territorios del Río de la Plata figura como la mayor enviada, hasta aquellas fechas de 1535, estaba compuesta de trece navíos y unos 1 800 hombres, como jefe de infantería iba el maestre de campo Juan de Osorio auxiliado por los capitanes Martínez de Irala, Pedro de Luján, Galaz de Medrano y Ruiz Galán, y como alguacil mayor Juan de Ayolas. Partieron del puerto de Sanlúcar de Barrameda el día 24 de agosto poniendo rumbo a las islas Canarias donde se le unirían otras tres naves más. Las crónicas escritas sobre aquella expedición son contradictorias en cuanto al número de personas y de embarcaciones que la formaban, pero todas ellas coinciden en una cosa: omiten la presencia de mujeres en la misma, cuando documentos oficiales prueban la presencia femenina en ella. Por el registro de pasajeros que se realizaba en la Casa de Contratación de Sevilla, muy minuciosa en cuanto a los hombres pero poco cuidadosa respecto a las mujeres, figuran los nombres de seis mujeres: “Elvira Hernández figura sola en el asiento 1969; y en el asiento de su marido (el 1627) aparece Catalina de Vadillo. Están inscritas también dos Mari Sánchez. Una integra la familia Arrieta (asiento 1341), junto a su marido y la hija de este, Ana de Arrieta […] La otra Mari Sánchez viajó acompañada de su cónyuge, Juan Salmerón, aunque el comparta el asiento 1407 con su hermano, y ella se registre sola tres días después (asiento 1459)” (“Mujeres en la expedición de Pedro de Mendoza…”, Mar Langa Pizarro, artículo publicado en el nº 15 de “América sin nombre”, 2010), en el que además hace referencia a María Dávila, criada de Pedro Mendoza, y refleja otros nombres recogidos en la obra de María Graciela Monte García, “Las mujeres del siglo de Irala” (2006) como son los casos de María Díaz, Isabel de Arias, Juana Martín de Peralta, María Dolores Duarte, Martina Espinoza, Ana Fernández, Isabel Quiroz, Isabel Martínez y Ana de Rivera, ¿cuántas mujeres iban en realidad en aquella expedición? No se ha logrado precisar su número, pero todo hace pensar que muchas más de las que se conocen por documentos oficiales. 
Su presencia es omitida por el soldado alemán Ulrico Schmidl, que viajaba en la misma, en 1567 en su obra “Viaje al Río de la Plata” donde figuran todos los acontecimientos de lo que resultaría una pesadilla para todos los expedicionarios. Del mismo modo que lo hace Ruy Díaz de Guzmán en “Historia argentina del descubrimiento, población y conquista del Río de la Plata” (1612). De 1540, aproximadamente, es “Romance elegíaco” en versos de pie quebrado organizados en cuartetas de rima consonante, compuesto por el clérigo-soldado Luis Miranda de Villafañe, sobre la conquista del Río de la Plata. “Historia argentina del descubrimiento, población y conquista del Río de la Plata” obra del cronista criollo Ruy Díaz de Guzmán escrita en 1612. Tampoco su presencia es recogida en la obra del cronista segoviano Antonio Herrera y Tordesillas (1549-1626). Ni en la carta del expedicionario Francisco de Villalta aparecen mencionadas, sólo habla de la presencia de hombres. Hemos de remitirnos a la carta que Isabel de Guevara, de la que más tarde hablaremos, escribió para conocer la presencia de mujeres en aquella expedición, y ni siquiera los datos aportados por ella pueden aclarar el número de las mismas.
Ya en el siglo actual diversas obras recogen la presencia de aquellas y otras mujeres españolas en la colonización de Río de la Plata, además de las obras mencionadas de Juan Francisco Maura y de Eloísa Gómez-Lucena, en 2013 Mar Langa Pizarro publicó “Mujeres de armas tomar. De la aparente sumisión a la conquista paraguaya y rioplatense” (Servilibro – Colección Kuña Reko), centrado en las figuras femeninas que participaron en la conquista y primer asentamiento de aquellos territorios.
Tras su partida desde Canarias, donde en la Palma ya comenzaron los conflictos entre las tripulaciones, la travesía resultó penosa y frente a las costas de Brasil una furiosa borrasca dispersó a las naves perdiéndose dos de ellas, les obligó a arribar a Río de Janeiro donde permanecieron, según Schmild, catorce días durante los cuales Pedro de Mendoza, obligado por la sífilis que venía padeciendo desde años atrás, delegó su mando en Juan de Osorio, a quien poco tiempo después, acusado por otros miembros de la expedición de tratar de sublevarse, ordenó su ejecución por “traidor y alevoso”. Más tarde se demostraría que aquella acusación había sido falsa y el Consejo de Indias revocó la sentencia de muerte de Osorio, le restituyó su honra, ordenó la devolución de sus bienes, y condeno a los descendientes de Pedro de Mendoza a una indemnización y el pago de las costas del proceso.
Ilustración para el libro de Schmidl que representa
la construción del poblado de Nuestra Señora del Buen Ayre
El de febrero de 1536 arribaron al Río de la Plata, Schmild lo recoge así en el capítulo VI de su obra: “De allí navegamos al Río de la Plata y dimos con una corriente de agua dulce que se llama Paraná Guazú, y tiene de ancho en la boca, donde deja de ser mar, […] Enseguida arribamos a una bahía que se llama San Gabriel y allí en la susodicha corriente Paraná largamos las anclas de nuestros 14 navíos.” El Adelantado Pedro de Mendoza tomó posesión de aquellas tierras en nombre del rey Carlos I y de inmediato comenzaron la construcción de un pequeño poblado de cabañas protegido por un muro de adobe al que pusieron por nombre Nuestra Señora del Buen Ayre.
Ilustración en el libro de Schmild que representa el ataquey cerco del poblado de Buenos Ayres por los querandíes
Aquellas tierras estaban habitadas por los querandíes (una de las etnias indígenas que habitaban la Pampa Argentina), quienes una vez transcurridos los primeros días de fascinación ante lo desconocido que era para ellos todo lo que veían sus ojos en aquellos seres llegados en sus casas flotantes y durante los que las relaciones fueron amistosas y los indígenas le suministraron toda clase de frutos y comida, estos cansados del trato que recibían por parte de los soldados cambiaron su actitud y pusieron cerco a aquel poblado. Lo que originó un desabastecimiento por no poder conseguir víveres que se tradujo en una terrible hambruna, Schmild lo recoge así en el capítulo IX de su obra: “[…] a esto la gente no tenía qué comer, se moría de hambre, y la miseria era grande; por fin llegó a tal grado que ya ni los caballos servían, ni alcanzaban a prestar servicio alguno. Así aconteció que llegaron a tal punto la necesidad y la miseria que por razón de hambruna ya no quedaban ni ratas ni ratones, ni culebras, ni sabandija alguna que nos remediase en nuestra necesidad e inaudita miseria; llegamos hasta comernos los zapatos y cueros todos. Y aconteció que tres españoles se robaron un rocín y se lo comieron sin ser sentidos; más cuando se llegó a saber los mandaron prender e hicieron declarar con tormento; y luego que confesaron su delito los condenaron a muerte en horca, y los ajusticiaron a los tres. Esa misma noche otros españoles se arrimaron a los tres colgados en las horcas y les cortaron los muslos y otros pedazos de carne y cargaron con ellos a sus casas para satisfacer el hambre. También un español se comió al hermano que había muerto en la ciudad de Buenos Ayres”. Testimonios que son corroborados tanto por Luis de Miranda en su “Romance elegíaco”, como por Ruy Díaz de Guzmán en su “Historia argentina del descubrimiento…”.
Ilustración que representa la captura de Catalina Vadillo por el cacique de los querandíes
Y es en esta situación donde surge la figura de una de aquellas mujeres de la expedición que nosotros destacamos: Catalina Vadillo, que aparece en el registro de pasajeros junto a su esposo, quien debió de fallecer durante la travesía, pues en aquel poblado de Buenos Ayres era conocida como “La Maldonada”, lo que denota una relación posterior con algún soldado de apellido Maldonado. Su historia es recogida por Ruy Díaz de Guzmán en la que confluyen ecos de leyendas antiguas, como es el famoso relato de Androcles y el león, historia, o cuento que muchos han transformado en fábula atribuyéndosela a Esopo, el fabulista griego, cuando en realidad Cayo Julio Fedro, fabulista romano, no la recoge en su traducción latina de las de aquel. La historia la recoge por primera vez en un texto escrito Aulo Gelio, un abogado y escritor romano del siglo II d.C., en sus “Noches Áticas”, vol. 14. No obstante el historiador argentino Enrique de Gandía (1906-2000) en su edición de “Historia argentina del descubrimiento…” no descarta la veracidad histórica de este acontecimiento. Refiriéndose a él dice: “Creemos que el relato de La Maldonada puede ser verídico, pues Francisco Ruiz Galán tenía la costumbre de castigar a los conquistadores atándolos a un árbol para que los comieran las fieras. Antonio de la Trinidad, por ejemplo, lo acusó de este delito”. (Díaz de Guzmán 128, 13).
Ruy Díaz al final del capítulo XII del libro I de su obra escribe: “Finalmente murió casi toda la gente, donde sucedió que una mujer española no pudiendo sobrellevar tan grande necesidad, fue constreñida a salirse del real e irse a los indios para poder sustentar su vida; y tomando la costa arriba llegó cerca de la Punta Gorda en el Monte Grande, y por ser ya tarde buscó donde albergarse; y topando con una cueva que hacía la barranca de la misma costa, entró en ella, y repentinamente topó con una fiera leona que estaba en doloroso parto; la cual vista por la afligida mujer quedó desmayada, y volviendo en sí tendía a sus pies con humildad: la leona que vio la presa, acometió a hacerla pedazos, y usando de su real naturaleza se apiadó de ella, y desechando la ferocidad y furia con que la había acometido, con muestras halagüeñas llegó hacia a la que hacía poco caso de su vida, con lo que cobrando algún aliento la ayudó en el parto en que actualmente estaba, y parió dos leoncillos en cuya compañía estuvo algunos días, sustentada de la leona con la carne que de los animales traía: con que quedó bien agradecida del hospedaje por el oficio de comadre que usó; y acaeció que un día, corriendo los indios aquella costa, toparon con ella una mañana, al tiempo que salía a la playa a satisfacer la sed con el agua del río, donde la cogieron y llevaron a su pueblo, y tomola uno de ellos por mujer, de cuyo suceso y de los demás que pasó, adelante haré relación.” Al final del capítulo XIII de este libro I, Ruy Díaz concluye la narración: “En este tiempo sucedió una cosa admirable que por serlo la diré; y fue que habiendo salido a correr la tierra un caudillo en aquellos pueblos comarcanos, halló en uno de ellos, y trajo, en su poder, aquella mujer de que hice mención arriba, que por la hambre se fue a poder de los indios: la cual como Francisco Ruiz la vio, condenó a que fuese echada a las fieras para que la despedazasen y comiesen; y puesto en ejecución su mandato, cogieron a la pobre mujer, y atada muy bien a un árbol, la dejaron una legua fuera del pueblo, donde acudiendo aquella noche a la presa número de fieras, entre ellas vino la leona a quien esta mujer había ayudado en su parto: la cual conocida por ella, la defendió de las demás fieras que allí estaban y la querían despedazar; y quedándose en su compañía la guardó aquella noche, y otro día y noche siguiente, hasta que al tercero fueron allá unos soldados por orden de su capitán a ver el efecto que había surtido de dejar allí aquella mujer; y hallándola viva, y la leona a sus pies con sus dos leoncillos, la cual sin acometerles se apartó algún tanto dando lugar a que llegasen, lo cual hicieron quedando admirados del instinto y humanidad de aquella fiera, y desatada por los soldados, la llevaron consigo, quedando la leona dando muy fieros bramidos, y mostrando sentimiento y soledad de su bienhechora, y por otra parte, su real instinto y gratitud, y más humanidad que los hombres; y de esta manera quedó libre la que ofrecieron a la muerte, echándola a las fieras: la cual mujer yo la conocí, y la llamaban la Maldonada, que más bien se le podía llamar la Biendonada, pues por este suceso se ha de ver no haber merecido el castigo a que la ofrecieron, pues la necesidad había sido causa y constreñídola a que desamparase la compañía, y se metiese entre aquellos bárbaros. Algunos atribuyeron esta sentencia tan rigurosa al capitán Alvarado y no a Francisco Ruiz; mas cualquiera que haya sido, el caso sucedió como queda referido.” Así regresó de nuevo Catalina Vadillo “La Maldonada” a reunirse con los supervivientes del poblado de Buenos Ayres.
Aquella hambruna estaba diezmando la expedición y los continuos ataques de los querandíes hacían prácticamente inviable la permanencia en aquel lugar por lo que Pedro de Mendoza ordenó embarcar a los supervivientes, según Schimdl unos 560, dejando una pequeña guarnición en aquel poblado de Buenos Ayres. Fue así como, a bordo de dos bergantines, cuatrocientos de aquellos supervivientes llegaron aguas arriba del río Paraná a territorio de los timbúes que Schimdl describe así en el capítulo XIII: “[…] esta gente llámase tiembus, se ponen en cada lado de la nariz una estrellita de piedrecillas blancas y celestes los hombres son altos y bien formados, pero las mujeres, por el contrario, viejas y mozas, son horribles, porque se arañan la parte inferior de la cara que siempre está ensangrentada. Esta nación no come otra cosa, ni en su vida ha tenido otra comida, ni otro alimento que carne y pescado. Se calcula que esta nación es fuerte de 15.000 o más hombres. Y cuando llegamos a 4 millas de esta nación, nos vieron y salieron a recibirnos en paz en 400 kanneonn (canoas) o barquillas con 16 hombres cada una […] Después de esto el dicho Zchera Wassú nos condujo a su pueblo y nos dio de comer carne y pescado hasta hartarnos. Pero si el susodicho viaje durara unos 10 días más a buen seguro que todos de hambre pereciéramos; y con todo, en este viaje de los 400 hombres, 50 sucumbieron en esta vez nos socorrió Dios el Todopoderoso, y a Él se tributen loas y gracias.” Allí levantaron un fuerte al que llamaron de la Buena Esperanza (actual Santa Fe). Desde aquel lugar el adelantado Pedro de Mendoza decidió regresar a España delegando el gobierno en Francisco Ruiz Galán, viaje que no llegaría a completar pues murió durante la travesía en aguas cercanas a la isla Terceira de las Azores, el día 23 de junio de 1537 siendo su cuerpo sepultado en el mar. Mientras tanto desde el fuerte de Buena Esperanza, donde quedaron todas las mujeres y un grupo de soldados, una expedición partió río arriba hasta la confluencia con el río Paraguay el cual remontaron hasta una ciudad llamada Lambaré donde residían indígenas carios, quienes en principio se negaron a aceptar la presencia de los españoles en su territorio, pero viendo estos que era tierra fértil y pródiga en vegetales, frutas y animales, decidieron fundar en aquel lugar una ciudad. Después de los primeros enfrentamientos con los carios, a quienes los españoles llamaron guaraníes por escuchar con cierta frecuencia el vocablo guará-ny cuyo significado es “guerrear”, algo que en principio aquellos indígenas estaban dispuestos a hacer frente a sus invasores.
Mas tras los primeros enfrentamientos llegaron a un acuerdo de colaboración, así el día 15 de agosto de 1537, tras la paz alcanzada, arribaron a aquel lugar todos los supervivientes de la expedición, entre ellos Isabel de Guevara, y comenzaron la construcción del asentamiento, en esta ocasión lo hicieron con elementos sólidos en previsión de que los indígenas se volvieran en su contra de nuevo, como había ocurrido en Buenos Ayres. Surge así la fundación de la ciudad que bautizaron con el nombre de Nuestra Señora de la Asunción. Es desde esa ciudad desde donde Isabel de Guevara, diecinueve años después, escribe una carta a la princesa gobernadora doña Juana exponiendo los trabajos hechos en el descubrimiento y conquista del Río de la Plata por las mujeres para ayudar a los hombres, y pidiendo repartimiento para su marido. Carta publicada por el historiador y geógrafo Marcos Jiménez de la Espada (1831-1898) en “Cartas de Indias” (1877), y que se conserva en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, Colección de Muñoz, tomo 80, folios 331-341. Carta que desde el primer momento quedó entre otras muchas recibidas y, en este caso, mal clasificada pues quien la leyó sólo centró su atención en la petición final de la misma, es decir, en la petición del repartimiento para su marido, obviando todo el demás contenido. Misiva que además ha sido cuestionada por algunos historiadores, sobre todo en la obra de Paul Groussac (1848-1929), “Mendoza y Garay: las dos fundaciones de Buenos Aires, 1536-1580”, y cuyas objeciones refuta Mar Langa en el artículo antes mencionado del que entresacamos: “Interés documental, belleza literaria, finura de argumentos y manejo del arte de la persuasión son elementos que Groussac no debió de percibir: por eso se burló de que quien escribió la carta anduviera “tan atrasado en noticias, que dirigía la epístola a la ‘muy alta y muy poderosa princesa doña Juana’ en julio de 1556: es decir, más de un año después de celebrarse sus exequias”. La respuesta cae por su peso: Isabel escribe “A la muy alta y muy poderosa señora la Princesa doña Joana, Gouernadora de los reynos d’España, etc. En su Consejo de Yndias”, como consta en el sobre de la misiva. Si esa “doña Juana” fuera Juana La Loca, llevaría en efecto, un año muerta. Sin embargo, nadie que solicita un favor rebaja a una reina llamándola “princesa”. Esto debería de haber hecho sospechar al historiador que no se refería a Juana I de Castilla, sino a Juana de Habsburgo, archiduquesa de Austria e infanta de España, que sí recibió el tratamiento de Princesa, y que actuó como Regente en ausencia de su hermanos, entre 1554 y 1559. Es decir, que Isabel de Guevara, al contrario que el insigne historiador, sí sabía muy bien a quién se dirigía: a una princesa regente con fama de sagaz, enérgica y justa”. Al igual que rechaza el argumento de que la carta es “un revoltillo de lugares comunes y exageraciones, redactada, al parecer por algún tinterillo de la Asunción”, duda Groussac de que aquel escrito hubiera sido redactado por una fémina pues según él, la escritura era un “hecho desusado en las mujeres de ese tiempo”. O cuando insinúa que todas las mujeres que llegaban en las expediciones desde España se dedicaban a la prostitución. En este enlace se puede leer completo el artículo de Mar Langa Pizarro: https://rua.ua.es/dspace/bitstream/10045/16010/3/ASN_15_03.pdf
El nombre de Isabel de Guevara no aparece en la lista de expedicionarios, mas en ella figuran los nombre de Domingo de Guevara y Víctor de Guevara, hijos de Carlos de Guevara e Isabel de la Serna, naturales de Toledo. Lo que hace suponer, pues no se puede afirmar con seguridad, que Isabel era hija de ellos, como Carlos de Guevara que fue capitán de la nave Santa Catalina y del que queda constancia en diversos documentos oficiales. Por lo tanto nos encontramos ante una mujer perteneciente a la nobleza castellana y con una formación académica lo suficiente completa como para escribir aquella carta con un estilo literario muy definido dentro del arte epistolar de aquella época. Fuera quien fuese Isabel de Guevara su epístola nos lleva a conocer una perspectiva diferente sobre la expedición de Pedro de Mendoza, y a través de ella las mujeres dejan de ser meras sombras para convertirse en protagonistas de la historia y colonización del Río de la Plata.
A la izquierda imagen de Juana de Habsburgo,archiduquesa de Austria e infanta de España.
A la derecha, facsimil de la carta de Isabel de Guevara
Reproducimos la carta de Isabel de Guevara manteniendo su grafía original:
Muy alta y poderosa señora:
A esta probinçia del Rio de la Plata, con el primer gobernador Della, don Pedro de Mendoça, avemos venido çiertas mugeres, entre las quales a querido mi ventura que fuese yo la una; y como la arma llegase al puerto de Buenos Ayres, con mill é quinientos hombres, y les faltase el bastimento, fue tamaña el hambre, que, á cabo de tres meses, murieron los mill; esta hambre fue tamaña, que ni la de Xerusalen se le puede ygualar, ni con otra nenguna se puede comparar. Vinieron los hombres en tanta flaqueza, que todos los travajos cargaban de las pobres mugeres, ansi en lavarles las ropas, como en curarles, hazerles de comer lo poco que tenian, alimpiarlos, hazer sentinela, rondar los fuegos, armar las ballestas, quando algunas vezes los yndios les venian á dar guerra, hasta cometer á poner fuego en los versos, y á levantar los soldados, los questavan para hello, dar arma por el canpo á bozes, sargenteando y poniendo en orden los soldados; porque en este tienpo, como las mugeres nos sustentamos con poca comida, no aviamos caydo en tanta flaqueza como los hombres. Bien creer· V.A. que fue tanta la solicitud que tuvieron, que, si no fuera por ellas, todos fueran acabados; y si no fuera por la honrra de los hombres, muchas más cosas escriviera con verdad y los diera á ellos por testigos. Esta relaçión bien creo que la escrivirán á V. A. más largamente, y por eso sesaré. Pasada esta tan peligrosa turbunada, determinaron subir el rio arriba, asi, flacos como estavan y en entrada de ynvierno, en dos vergantines, los pocos que quedaron viuos, y las fatigadas mugeres los curavan y los miravan y les guisauan la comida, trayendo la leña á cuestas de fuera del navio, y animandolos con palabras varoniles, que no se dexasen morir, que prestodarian en tierra de comida, metiendolos á cuestas en los vergantines, con tanto amor como si fueran sus propios hijos. Y como llegamos á una generación de yndios que se llaman tinbues, señores de mucho pescado, de nuevo los serviamos en buscarles diversos modos de guisados, porque no les diese en rostro el pescado, á cabsa que lo comian sin pan y estavan muy flacos. Despues, determinaron subir el Parana arriba, en demanda de bastimento, en el qual viaje, pasaron tanto trabajo las desdichadas mugeres, que milagrosamente quiso Dios que biviesen por ver que hen ellas estava la vida dellos; porque todos los serviçios del navio los tomavan hellas tan á pechos, que se tenia por afrentada la que menos hazia que otra, serviendo de marear la vela y gouernar el navio y sondar de proa y tomar el remo al soldado que no podia bogar y esgotar el navio, y poniendo por delante á los soldados que no desanimasen, que para los hombres heran los trabajos: verdad es, que á estas cosas hellas no heran apremiadas, ni las hazian de obligación ni las obligaua, si solamente la caridad. Ansi llegaron a esta çiudad de la Asunción, que avnque agora esta muy fértil de bastimentos, entonçes estaua dellos muy neçesitada, que fué necesario que las mugeres bolviesen de nuevo á sus trabajos, haziendo rosas con sus propias manos, rosando y carpiendo y senbrando y recogendo el bastimento, sin ayuda de nadie, hasta tanto que los soldados guareçieron de sus flaquezas y començaron á señorear la tierra y alquerir yndios y yndias de su serviçio, hasta ponerse en el estado en que agora está la tierra. E querido escrevir esto y traer á la memoria de V.A., para hazerle saber la yngratitud que comigo se a usado en esta tierra, porque al presente se repartio por la mayor parte de los ay en ella, ansi de los antiguos como de los modernos, sin que de mi y de mis trabajos se tuviesen nenguna memoria, y me dexaron de fuera, sin me dar yndio ni nengun genero de serviçio. Mucho me quisiera hallar libre, para me yr á presentar delante de V.A., con los serviçios que á S.M. e hecho y los agravios que agora se me hazen; mas no está en mi mano, porque questoy casada con un caballero de Sevilla, que se llama Pedro d`Esquiuel, que, por servir á S. M., a sido cabsa que mis trabajos quedasen tan olvidados y se me renovasen de nuevo, porque tres vezes le saqué el cuchillo de la garganta, como allá V.A. sabrá. A que suplico mande me sea dado mi repartimiento perpétuo, y en gratificaçión de mis serviçios mande que sea proveido mi marido de algun cargo, conforme á la calidad de su persona; pues él, de su parte, por sus servicios lo merece. Nuestro Señor acreçiente su Real vida y estado por mui largos años. Desta çibdad de la Asunción y de jullio 2, 1556 años.
Serbidora de V.A. que sus reales manos besa
Doña Ysabel de Guevara
Hugo Rodríguez Alcalá 
“¡Muy justo fue encarecer / las hazañas silenciadas / de valerosas mujeres / que tanto a su sexo honraban! / ¡Muy justo el hacer constar / el que estas hijas de España / tuvieran en la Conquista / la grandeza de gigantas! 
Son los versos finales del romance que Hugo Rodríguez Alcalá (1907-2007), poeta argentino, dedica a Isabel de Guevara en su obra “Romances de la Conquista” (2000).
En la parte superior, alegoría referente a Mencía de los Nidos 
realizada en azulelos sita en la plaza de san Francisco de Badajoz.
Debajo, a la izquierda, María Álvarez de Toledo, en el centro, Beatriz de la Cueva
y a la derecha la estatua de Beatriz Hernández en Guadalajara (Jalisco) 
A MODO DE EPÍLOGO
Fueron muchas las mujeres españolas que llegaron a aquellas tierras recién “descubiertas” por los conquistadores a pesar de lo que han mantenido muchos historiadores, como decía Francisco López de Gómara 1511-1566): “Acontece a menudo que, una vez creída, la mentira viene a ocupar el lugar de la verdad” Según los registros de la Casa de Contratación de las Indias, de los 54.882 viajeros que llegaron a América en el siglo XVI, más del 18% (10.118) fueron mujeres. (Teresa Piossek, “Las Conquistadoras). Teniendo en cuenta que los datos están incompletos es fácil suponer que tanto la cifra total de viajeros como la de mujeres está por debajo de lo que realmente fue. Mujeres la mayoría de ellas casadas, pero también las hubo viudas y solteras. Y de toda condición social, no fueron solo las pertenecientes a la nobleza pues muchas viajaron como simples pobladoras, y de todos los oficios desde asistentas, monjas, comerciantes, costureras y, hay que reconocerlo, prostitutas.
Sus orígenes hay que buscarlos en todos los lugares de la Península Ibérica, aunque abundaron las procedentes de Extremadura por ser tierra de exploradores, pero fue Andalucía la región que más féminas aportó a la colonización, destacando Sevilla, lo que aparece reflejado, actualmente, no sólo en la legua hablada, algo probado por Peter Boyd Bowman en su “Índice geobiográfico de 56.000 pobladores españoles de la América hispánica” (1985), sino además en la arquitectura y en las costumbres religiosas como devociones, romerías… “En aquel entonces la conversación era sin duda aun más que hoy la diversión predilecta de las mujeres, y aquellas mujeres españolas, sevillanas más de la mitad, han debido contribuir poderosamente a la formación del primitivo dialecto-antillano, sirviendo de modelo tanto en su lenguaje como en su porte social, para las más numerosas mujeres indígenas de las colonias isleñas” (Boyd Bowman XX). Las mujeres compartieron con los hombres las penalidades de las travesías y los peligros de la severidad del clima de las más apartadas regiones, el horror de las guerras y de las enfermedades, pero aquello no fue freno para sus afanes de aventura. “A pesar de los sufrimientos, el éxodo no se detiene sino que aumenta con los años. Las tierras a poblar y las villas ya fundadas están muy lejos de tener los habitantes necesarios para el desarrollo urbano, y continúan las peticiones reclamando mujeres-pobladoras” (Ana Lola Borges, “La mujer pobladora en los orígenes americanos” (1972). Por eso es imprescindible observar la historia desde otro punto de vista diferente al que hasta ahora se ha hecho, mantener en el olvido y el silencio a aquellas mujeres a lo único que conduce es a obtener una visión distorsionada de la realidad. Se hace preciso, pues, que sus nombres figuren en los anales de la historia de la conquista y colonización de lo que dio en llamarse el “Nuevo Mundo”. A lo largo de esta extensa entrada, que hemos dividido en dos partes para hacer un poco más cómoda su lectura, hemos reflejado la biografía de varias de aquellas mujeres, otras muchas se han quedado en el tintero pero no en el olvido, de ahí que aún creemos oportuno dejar reflejados aquí algunos nombres más aunque solo sea como constancia de su existencia. Son los casos de las gobernadoras: Isabel de Bobadilla, gobernadora que fue de Cuba y protagonista de una leyenda por la espera de su esposo Hernando de Soto que había partido en su expedición a Florida en 1539; Beatriz de la Cueva esposa de Pedro de Alvarado que, tras la muerte de este, aunque por poco tiempo llegó a ser gobernadora de Guatemala; María Álvarez de Toledo, esposa de Diego Colón, hijo de Cristóbal Colón, Virreina de las Indias. O simples pobladoras como Leonor de Porras, esposa de Juan de Mata, alguacil del arzobispo, vecina de Sevilla, o Isabel Contreras y Elvira Carvajal que llegaron en la expedición que comandó Mencía de Calderón. Las encomenderas: Elvira Hermosilla que llegó a México en la expedición de Narváez de 1520; María Hernández, nacida en Sevilla, que llegó a México en la expedición de Narváez a fin de unirse a su esposo Andrés Nuñez, carpintero de ribera; Mancheño Serrana, esposa que era de Pedro Valenciano. O aquellas españolas que destacaron por sus profesiones o las funciones que se vieron obligadas a realizar, como fueron los casos de Ana López, natural de Sevilla, que tenía un taller de costura en Puebla de los Ángeles (México); Beatriz González, esposa de Benito de Cuenca, quien tuvo que ayudar, junto a otras españolas, a los cirujanos, barberos y boticarios para atender a los numerosos heridos que se producían en los enfrentamientos con los tlaxcaltecas; Beatriz Muñoz, que ejerció como comadrona. María de Pineda, natural de Sevilla y propietaria de un taller de paños. Heroínas como: Catalina de Medrano, quien oponiéndose al Consejo de Indias y a todos los que se oponían a ello, entre ellos su esposo, consiguió que se cambiase a quien había de ser teniente del capitán general Sebastián Caboto; Beatriz Bermúdez de Velasco, que viajó en la expedición de Narváez a México y de quien el cronista Francisco Cervantes de Salazar en su obra “Crónica de la Nueva España” recoge su arenga a los soldados españoles ante el ataque de los tlaxcaltecas y totonacas en estos términos: “[…] viendo así españoles como indios amigos todos revueltos, que venían huyendo, saliendo a ellos en medio de la calzada con una rodela e una espada española e con una celada en la cabeza, armado el cuerpo con un escaupil, les dixo: ¡Vergüenza, vergüenza españoles, empacho, empacho!¿Qué es esto que vengáis huyendo de una gente tan vil, a quien tantas veces habéis vencido! Volved, volved, a ayudar y socorrer a vuestros compañeros que quedan peleando, haciendo lo que deben; y si no, por Dios os prometo de no dexar pasar a hombre de vosotros que no lo mate; que los que de tan ruin gente vienen huyendo, merecen que mueran a manos de una flaca mujer como yo”; o Beatriz Hernández, andaluza, de quien el padre Mariano Cuevas, jesuita, dice en su “Historia de la nación mexicana”: “Señalose por lo varonil y esforzada Doña Beatriz Hernández. Sacó de la iglesia a todas las mujeres que ahí estaban llorando, se encara con ellas y les dice: Ahora no es tiempo de desmayos, y las llevó a la casa fuerte y las encerró. Traía Beatriz un gorguz o lanza en la mano y andaba vestida con unas coracinas, ayudando a recoger toda la gente y animándoles y diciéndoles que fuesen hombres, que entonces vería quién era cada uno y luego se encerró con todas las mujeres y las capitaneó y las tomó a su cargo la guardia de la huerta, puestas sus coracinas, su gorguz y un terciario colgado en la cinta”, en la actualidad un monumento erigido por el Ayuntamiento de Guadalajara (Jalisco) recuerda su figura; Mencía de los Nidos que instó a los pobladores de la ciudad chilena de Penco en la provincia de Concepción, a quedarse cuando pretendían huir cuando los araucanos, tras derrotar a los soldados de Francisco de Villagra, cruzaron el río Biobio para atacar la ciudad, episodio recogido en el poema épico “La Araucana” de Alonso de Ercilla Zúñiga; Ana de Ayala, natural de Sevilla, esposa de Francisco de Orellana a quien no dudó en acompañar en su expedición, en el año 1544, a tierras de Nueva Andalucía, expedición que se internó en el delta del Amazonas, tras diversos avatares Orellana murió en noviembre de 1546, y de la expedición únicamente sobrevivieron 44 de los 300 que habían partido, entre ellos Ana de Ayala, quien después contraería nuevo matrimonio con otro de los supervivientes Juan de Peñalosa, no sin antes tener arrestos suficientes para culpar al rey del fracaso de la expedición por no haberla dotado de los medios necesarios. No podemos olvidar tampoco los nombres que figuran en el “Índice de los conquistadores y pobladores de Nueva España que dieron noticias personales suyas a los primeros virreys, de 1540 a 1550, según se deduce del texto de sus escritos.” Son los casos de: María Corral, enviudada por dos veces, es el prototipo de mujer fuerte que supo sacar a sus hijos adelante. Ella puede ser el modelo de madre que supo trasmitir su legua y su cultura de tal forma que, siglos después, sus descendientes seguirán hablando con ese acento andaluz que ella tenía; Marina Gutiérrez, descendiente de una familia de la nobleza aragonesa y esposa de Alonso de Estrada, tesorero y gobernador de Nueva España, personifica a aquellas mujeres que teniendo todo en España no dudaron en ir a reunirse con sus esposos en la colonización; Francisca de Valenzuela, hija de Gregorio de Valenzuela, criado de los Marqueses de Mondéjar, y casada con Pedro de Salamanca, ella puede ser el prototipo de todas aquellas mujeres que en una sociedad altamente estratificada como la española nunca hubiesen podido pasar a ser señoras porque sus padres nunca lo fueron, decidiendo probar fortuna en tierras americanas donde no existía la misma rigidez social y sus hijos podrían llegar a ser algún día “alguien”; Catalina de Salazar, quien perdió a su marido en la travesía que los llevaba a las nuevas tierras y ella arribó con dos hijos y una hija, personificará a todas las españolas que aún habiendo perdido a sus esposos en el viaje o en las guerras, no se echaron atrás sino que permanecieron en aquellas tierras con la intención de sacar a sus hijos adelante y permanecer en ellas para siempre; Isabel de Ojeda, que fue esposa de Antonio de Villarroel, que quedó con deudas de veinte mil pesos a la muerte de su marido y con sobrinas y doncellas pobres para casar; Ana Rodríguez, viuda, mujer que fue de Hernando de Jerez; María de León, natural de Sevilla, hija de Pedro de León y Beatriz de Alcocer, con los que llegó a Nueva España, casada con Pedro Castelar que fue uno de los primeros conquistadores de Cuba; y un largo etcétera que haría demasiado extensa su relación aquí.
Fueron mujeres que ayudaron a la colonización de aquellos territorios y que colaboraron en los aportes culturales positivos que significó su llegada. Una revolución que llegó de la mano de los nuevos alimentos introducidos en aquellas tierras. Si bien, como queda anteriormente reflejado, el trigo fue el primero en cultivarse, fue el arroz la primera gramínea que llegó con los expedicionarios, algo fácil de entender, primero es la que más se cultivaba en Sevilla, en las tierras anegables del Guadalquivir, y desde donde partían la mayoría de las expediciones, y por otro lado no fermentaba ni germinaba tan rápidamente como el trigo o la cebada, esta última introducida también en aquellas tierras. Con ellos llevaron, igualmente, los garbanzos, las lentejas, las habas… pero que no llegaron a tener tanta aceptación entre los pueblos de aquellas tierras puesto que, al igual que para los españoles el trigo, la vid y el olivo forman la triada básica de la agricultura, para los habitantes de aquellas tierras el maíz, el frijol, el chile, el tomate y la calabaza eran los cultivos que conformaban su base alimenticia. Entre otras plantas, además de la señalada se introdujeron los cultivos de alfalfa, cebollas, ajos, lechugas, hierbabuena, perejil, zanahorias, melones, sandías y un largo etcétera que de recoger aquí sería convertir esta entrada en una enciclopedia, por lo que nos hemos limitado a dejar constancia de los más importantes y básícos. Fue así como las mujeres españolas con sus aportaciones culinarias en su convivencia con las nativas, al igual que ocurrió con el habla, como antes hemos reflejado, se convirtieron en pieza fundamental en la colonización. Además se introdujeron los cultivos de cítricos, siendo estos los más importantes: la naranja, el limonero, incluida la lima; y en menor medida: la higuera; la vid y el olivo. Así como el laurel, la morera, el peral, el membrillero, los pinos y los castaños. Otras plantas que arraigaron con facilidad y cuyos cultivos trajeron consigo no sólo el cambio de las costumbres locales sino que al paso del tiempo se convirtieron en fuentes primordiales de su economía fueron la caña de azúcar, el cafetal y los plátanos. Dentro de los animales que las expediciones españolas introdujeron en América, es de destacar el cerdo por la importancia que tuvo para cubrir las necesidades de alimentación tanto de los españoles como de los nativos. De igual modo llevaron la crianza de vacas, que posteriormente tuvo tanta importancia en la economía argentina, toros y bueyes para las labores agrícolas, así como caballos, y ganado ovino y caprino. El desarrollo de todos esos nuevos cultivos llevó consigo la introducción de la forja de hierro para la fabricación de los aperos de labranza, así como la forja de espadas y armaduras, extendiéndose posteriormente a la forja de ventanas y balcones. A otros niveles se introdujo la construcción de barcos para la navegación de altura y el uso del astrolabio y de las cartas de marear utilizadas en las navegaciones. Así como la imprenta, la pólvora y la seda también fueron introducidos durante la época de colonización, pero sobre todo ellos primaría el uso de la rueda, un elemento desconocido por entonces entre los nativos de América. Del mismo modo llevaron la música profana, la de los juglares con sus laúdes y la música religiosa, junto a toda una serie de instrumentos musicales totalmente desconocidos en el continente americano y que habían sido heredados de otros pueblos como el árabe que a la vez había sido conquistador de la península ibérica, que muy pronto hicieron conjunto con las flautas de caña, los tambores de tronco de árbol, y las calabazas vacías de los nativos que permitieron la creación de bellas melodías. 
En fin, mujeres que terminaron enamorándose de aquella tierra, que persiguieron su sueño sin complejos, arriesgando su vida, afrontando toda clase de penurias, incomodidades y peligros, que conformaron una colonización, la española, que pese a quien pese y a todos sus fallos dejó como herencia, entre otras cosas, una lengua común, y las estructuras sociales y administrativas que dieron origen, posteriormente, a muchas naciones independientes, independencias capitaneadas, en la mayoría de los casos, por descendientes de aquel pueblo nuevo que fue surgiendo tras la colonización. De aquellas podemos aprender su espíritu inconformista, el que nos debe llevar a no dejarnos guiar por historiadores y cronistas que diseñan a la medida de sus intereses nuestro pasado.
María Velasco

martes, 18 de octubre de 2016

ELLAS HICIERON HISTORIA (2)


"Os aseguro que alguien se acordará de nosotras
en el futuro" (Safo de Mitelene)
Hace unos meses inicié en este blog una entrada que bajo el título genérico, “Ellas hicieron historia”, pretende presentar de forma breve la biografía de aquellas mujeres cuyo papel en la sociedad resultó destacada y que sus nombres han sido omitidos a lo largo de los siglos. Aún recuerdo de mi época de estudiante que aquellos libros de historia no hacía mención a mujeres, solo recogían las hazañas y los descubrimientos realizados por hombres.
Tengo una pasión especial por la Historia, en mayúscula  porque para mí es la mejor asignatura,  pero en la misma no siempre lo que se lee es la realidad de lo acontecido. Como decía Enrique Jardiel Poncela: “Historia es, desde luego, exactamente lo que se escribió, pero ignoramos si es exactamente lo que sucedió”, o la conocida frase anónima: “la historia la escriben los vencedores”, que además de su significado literal, se podía transcribir como: “la historia está escrita por hombres”. Y la mayoría de aquellos historiadores infravaloraban la participación de la mujer en los hechos históricos. Desde mi pasión por la Historia, y como mujer, estoy convencida de que fueron las circunstancias y los acontecimientos históricos los que marginaron a las mujeres y le robaron su protagonismo en la misma, postergándolas en el silencio.
Hoy me apasiona indagar en la vida de aquellas mujeres porque todas, al igual que infinidad de muchas otras que permanecen en el anonimato, lucharon durante siglos por salir del oscurantismo y el silencio al que estaban relegadas por su condición de mujeres, madres o esposas. Muchas de ellas rompieron aquellas estrictas normas y fueron capaces de desarrollar su inteligencia y su talento en todos los campos del saber y la ciencia, de vivir apasionantes vidas de aventuras,… aunque tuvieran que vivir entre el ostracismo y, en ocasiones, las persecuciones.
En esta nueva entrada de aquella serie iniciada, “Ellas hicieron historia”, recogemos la vida de algunas de aquellas mujeres españolas, intrépidas aventureras y expedicionarias que prefirieron seguir sus sueños y sus ideales, aún a riesgo de sus vidas, dejando atrás todo aquello que pretendía encorsetarlas, atarlas en una sociedad llena de prejuicios contra la mujer. Algunas renunciaron a la maternidad, otras tuvieron que disfrazarse de hombre. Unas dominaron sus vidas, otras, en muchos casos, al final fueron dominadas. Pero todas ellas lucharon por defender su libertad como mujeres.
“Os aseguro que alguien se acordará de nosotras en el futuro”, son las palabras que, allá por el siglo VI a.C., la poetisa Safo de Mitelene decía a sus discípulas. Han tenido que pasar casi tres mil años para que esas palabras puedan ser una realidad, y desde este espacio trato de sumarme a que esas historias sean conocidas. De algún modo, con su ejemplo, podemos construir un presente mejor.
EGERIA sobre un mapa de su viaje
Si durante siglos la participación de la mujer en el devenir de la Historia fue silenciada, ocultada y en algunos casos degradada, no podemos olvidar las palabras, entre otras dictadas por otros a lo largo del tiempo, escritas por aquel docto del saber que fue Gregorio Marañón: “La historia está hecha por los hombres, las mujeres tienen reservada la misión de hacer al hombre, padre de la historia”. Hubo un momento en que la fiebre por ensalzar la figura de la mujer en la Historia puso en circulación numerosas obras literarias que, más que ponerlas en el lugar que les corresponde por sí mismas, deformaban por completo su imagen, convirtiéndolas en iconos de un movimiento que, respetando todas las interpretaciones y matices del mismo, para mí sólo tiene una razón de ser: Como mujer, y madre, reivindico el derecho de las mujeres a actuar con libertad, elegir su propio camino, dedicarse a una profesión, a luchar por sus sueños, que pueden ser salir de casa o quedarse en ella simplemente como madres. En cualquier caso que esa elección que hagan no esté influenciada por los intereses de otras personas, del momento o de circunstancias concretas.
Y aquello ocurrió con la figura de Egeria, Etheria, Eucheria,… que con cualquiera de esos nombres puede ser conocida. Son numerosas las obras escritas sobre ella, en muchas se la señala como una monja, de hecho, en 1984, se emitió un sello con motivo de la celebración del “XVI centenario del viaje de la Monja Egeria al Oriente Bíblico”; alguna llega a catalogarla como santa, y otras simplemente como una peregrina y viajera. Pero todas ellas señalan lo que realmente es digno de destacar en ella, se trata de la primera mujer viajera, de origen hispano, que puso por escrito, de forma brillante, las experiencias vividas durante su viaje.
Busto de Gian Francesco Gamurrini sobre dos
páginas del códice del viaje de Egeria
Pero empecemos por el principio. En 1884, Gian Francesco Gamurrini (1835-1925), historiador y arqueólogo italiano que había sido nombrado director de la Galleria Reale di Firenze, descubrió entre los legajos y manuscritos de la Biblioteca della Confraternitá dei Laici, en Arezzo, un códice del siglo XI, en pergamino, de 37 hojas de 262 por 171 mm dividido en dos partes, ambas cosidas entre sí pero cuyos textos estaban escritos por distintas manos. Las 15 primeras hojas eran fragmentos de un tratado de S. Hilario de Poitiers. Las otras 22 hojas contenían el relato incompleto del viaje realizado por una mujer a Tierra Santa. Aquel relato redactado según uno de los géneros más tempranos de la época medieval, la peregrinatio o itinierarium, llamó poderosamente la atención de Gamurrini y, sobre todo, por estar redactado en forma de cartas que la autora enviaba a unas dominae et sórores, cuyo original había sido escrito a finales del siglo IV. En 1887 Gamurrini lo publicaba por primera vez atribuyendo la autoría del mismo a Silvia de Aquitania, hermana de Rufino prefecto de pretorio durante la época de los emperadores romanos de Oriente Teodosio y Arcadio, de la que se tenía constancia de haber realizado una peregrinación a aquellas tierras. Mas en 1903, Marius Férotin, historiador e hispanista francés que terminó tomando los hábitos benedictinos, publicó un estudio atribuyendo el mismo a Egeria (Le veritable auteur de la “Peregrinatio Silviae, la vierge espagnole Etheria. Revue des questions historiques, nº 30, 1903), lo que hoy es aceptado plenamente por todos los historiadores. Unos escritos de Valerio del Bierzo, ermitaño a la vez que escritor y cronista de su tiempo, vinieron a arrojar luz sobre aquella viajera, pues en ellos se recogía la peregrinación de Etheria que coincide en muchos puntos con el viaje recogido en el manuscrito de Arezzo: fecha, punto de partida (“de la costa occidental del Mar Océano), etapas, duración…
Representación gráfica de los atributos que la caracterizaban:
sobre dos páginas de la Biblia griega unos libros
y material de escritura
Aunque sus datos personales son casi desconocidos, ella habla poco de sí misma en sus escritos, algunos estudiosos la relacionan con la familia imperial, lo que sí se puede decir es que era una dama que disponía de fortuna suficiente para afrontar aquel largo viaje y perteneciente a la aristocracia de su Galicia natal, lo que explicaría que lo realizara acompañada por un séquito de sirvientes, salieran a recibirla obispos o clérigos de las ciudades que visitaba y fuera escoltada, en ocasiones, por soldados como ella misma escribe en una de sus cartas: “…a partir de este punto despachamos a los soldados que nos habían brindado protección en nombre de la autoridad romana mientras nos estuvimos moviendo por lugares peligrosos. Pero ahora se trataba de la vía pública de Egipto, que atravesaba la ciudad de Arabia, y que va desde la Tebaida hasta Pelusio, por lo que no era necesario ya incomodar a los soldados”.  Debía de ser una mujer de cierta edad, pero no vieja, para poder soportar la dureza de aquel viaje en barcos, a pie, cabalgando o montando en camello, subiendo montañas, aguantando el calor tórrido del día o el relente nocturno. Una mujer culta que tenía en los libros sus mejores aliados, muchos de ellos en griego, y piadosa que lo primero que hacía al llegar a cualquier lugar, según ella misma dice, era leer el pasaje de la Biblia en que dicho lugar aparece. Pero el rasgo que mejor la definía, como ella misma reconocía, era su avidez por conocer, se quedada ensimismada mirando lo que le rodeaba y no dejaba de preguntar para saber sobre ello. Fue ese deseo de conocer y ver lo que la llevó a emprender aquel viaje que, del propio relato, se deduce realizó entre los años 381-384.
Helena de Constantinopla y mujeres peregrinas
Puede parecer extraño, en principio, que dado el papel desempeñado en la antigüedad por las mujeres, fuera una de ellas la que emprendiera esta aventura. Hacia el año 326 Helena, la madre del emperador Constantino, realizó una peregrinación a Tierra Santa, lo que desencadenó un fenómeno de tipo social en el que muchas mujeres de la nobleza romana quisieron seguir su ejemplo y se atrevieron a viajar solas, sin compañía de esposos, hermanos o parientes. Tal atrevimiento suponía una emancipación social femenina provocadora en una cultura acostumbrada secularmente a recluir a sus mujeres entre las paredes de la casa familiar. Aunque en algunos relatos se considera a Egeria la primera mujer hispana en realizar este viaje, antes que ella otra noble de origen hispano, Melania, nacida hacia el año 340 y viuda a los 22 años, emprendía en el 371-372 viaje de Roma a Alejandría en compañía de Rufino de Aquilea con objeto de visitar y conocer los enclaves monásticos de aquellas tierras. Existen referencias a otra mujer de origen hispano con parentesco en la corte del emperador y relacionada con Egeria de la que, al parecer, fue contemporánea, Poemenia, de la que hay referencias en la Historia Lausiaca de Paladio y en otros escritos y cuyo viaje ha sido datado entre los años 384 y 395. Por los datos conocidos es fácil imaginar el boato que acompañaba a esta dama en su viaje, hasta tal punto que Jerónimo de Estridón, por entonces retirado en una cueva cercana a Belén y más tarde conocido como san Jerónimo por los católicos y ortodoxos, en una carta dirigida a Furia, una viuda romana sin hijos que había optado, pese a la oposición familiar, por una vida ascética y retirada, hace referencia, de forma peyorativa a aquella comitiva: “Hace poco hemos visto algo escandaloso cruzando todo el oriente: la edad y la elegancia, el vestir y el andar, la indiscreta compañía, las exquisitas comidas, el aparato regio, todo parecía anunciar las bodas de Nerón o de Sardanápalo”
Itinerario de Egeria desde Jerusalén
Retomando la historia de nuestra viajera, Egeria, que si no fue la primera en realizar aquel viaje sí fue la primera, como hemos señalado, en dejar por escrito sus experiencias, y aunque falta el comienzo y el final del relato que empieza en el ascenso al monte Sinaí y se interrumpe cuando está de regreso a Constantinopla, sí puede reconstruirse con datos de fuentes externas, como la propia infraestructura vial del imperio o los escritos de Valerio antes reseñados. Egeria habría partido desde algún punto de la provincia Gallaecia (Galicia), siguiendo la “Via Domitia” atraviesa la Aquitania y cruza el Ródano, de cuyo ímpetu tendrá recuerdos al ver el Éufrates. Llega a Constantinopla, por vía marítima. Desde allí se dirige a su destino, Jerusalén, a través de la vía militar que cruzaba Bitinia, Galacia y Capadocia. Entre Capadocia y Cilicia atraviesa el macizo de Tauro para llegar a Tarso. Desde Tarso, viajaría hasta Antioquía, y desde allí, por vía marítima hasta Sycamina (la actual Haifa), donde visita, según Valerio, los lugares consagrados a Elías en el Monte Carmelo. Desde Sycamina, siguiendo el litoral llegaría hasta Dióspolis y, tras pasar por Nicóplis (actual Emaús) llegaría a Jerusalén. Era la Pascua del año 381
Palestina en la obra de David Roberts.
En la parte superior: Jerusalén y a su derecha Tiberiades.
Debajo, Hebrón y el Monte Tabor
Residirá en Jerusalén hasta la Pascua del 384, pero realizando diversas excursiones que la mantendrán alejada de la ciudad durante meses enteros. En esas excursiones visitará Samaria, Galilea y los lugares consagrados a Job en Siquem, así como el Tabor, Nazaret y Tiberíades. Y en Judea habría visto Belén, Hebrón, Betsús, Mamré. De una de esas visitas se deduce que no la ciega el fervor religioso, así lo refleja claramente uno de los escritos que dirige a sus “dominae et sorores”, cuando les relata que el propio obispo de Segor les ha mostrado el lugar donde se encontraba la mujer de Lot convertida en estatua de sal, lo mismo que su perrillo; con su espíritu crítico esa escribe: “Pero creedme, (…) cuando nosotros inspeccionamos el paraje, no vimos la estatua de sal por ninguna parte, para qué vamos a engañarnos”.
Litografía de David Roberts de 1939,
Roca de Moisés Wadi-el-Lega Monte Hebrón
Con la visita al Sinaí comienza el texto que nos ha llegado, subiendo el Monte de Dios o Djebel Musa (montaña de Moisés), recorriendo el Valle de el-Ráha, Farán, Clysma, Arabia y regresando a Jerusalén por la región de Gessén.
Una nueva excursión la lleva, cruzando el río Jordán, por las gargantas de las Ayin Musa (Fuentes de Moisés) hasta la cima del Monte Nebó y otros parajes bíblicos. De aquí, regresa a Jerusalén un poco antes de la Pascua del año 384. Para una vez transcurrida esta abandonar Jerusalén definitivamente. Durante su regreso visita Tarso, se detiene en Edesa, visita Siria y Mesopotamia, y de nuevo regresa a Tarso, desde donde se dirige a Bitinia y Constantinopla. Es aquí donde termina la primera parte de su diario de viaje pero expresando su deseo de visitar Éfeso para ver el sepulcro del apóstol Juan. No debía sentirse muy bien de fuerzas, y aunque promete seguir enviando noticias en uno de sus últimos escritos pide a sus “dominae et sorores” que no la olviden. Se desconoce la fecha de su muerte y el lugar en que aconteció.
Lignum crucis
En la segunda parte de aquel relato, Egeria describe los usos litúrgicos de Jerusalén en esos últimos años del siglo IV. Y es aquí donde de nuevo muestra su carácter crítico cuando, entre lo que estaba siendo una descripción seria sobre los mismos, describe la ceremonia de la adoración del Lignum Crucis en el Gólgota el día de viernes santo, escribe: “El obispo, sentado, aprieta bien con sus manos el sagrado madero, mientras que los diáconos situados alrededor lo vigilan. Y lo custodian así, porque cuentan que, en cierta ocasión, hubo alguien que hincó los dientes y arranco una astilla de la santa reliquia. Por eso ahora están atentos los diáconos, no sea que alguno al pasar se atreva a hacer lo mismo”.
Como queda reflejado en la mayoría de la literatura sobre Egeria se la señala como monja. ¿Lo era en realidad? Si lo fue, en sus escritos se ve con claridad que no se dejaba cegar por el fervor religioso y por otro lado, si bien es cierto que a comienzos del siglo IV en el concilio de Elvira, o de Granada, en el 305 se recoge la regulación de la entrega religiosa de las mujeres, mediante un pacto virginitatis. Pero en el imperio romano hubo un movimiento social en el que las mujeres buscaban su emancipación, y apareció la figura de las viduae (viudas) o sencillamente la de las continentes sin que necesariamente pertenecieran a ninguna orden religiosa. Lo que sí queda claro, por encima de interpretaciones y convencionalismos, es que Egeria era una mujer con una personalidad fuerte y definida, con un espíritu inquieto, ávido de conocimiento, al tiempo que reflexivo y crítico.
 Me la imagino bajo la luz de una lámpara de aceite escribiendo a sus “dominae et sorores” (las que considero más que miembros de una congregación religiosa, amigas, pues esa expresión, según he consultado, puede traducirse como “queridas amigas” o “respetables amigas”, con una sonrisa pensando en las caras que ellas pondrían cuando leyeran sus aventuras, porque en el fondo yo hubiera sido como ella.
                   LA MUJER ESPAÑOLA EN LA COLONIZACIÓN DE AMÉRICA
 
Composición de un retrato de Francisco Cervantes de Salazar
sobre la imagen del manuscrito que se conserva
en los fondos de la Biblioteca Nacional de España
Si la historia oficial siempre ha sido raquítica a la hora de reconocer la participación de la mujer en los acontecimientos sociales y culturales de la sociedad, hay una época en la Historia de España donde su presencia ha sido ninguneada u omitida por los cronistas oficiales de aquellos tiempos, salvo honrosas excepciones de las que puede ser ejemplo el toledano Francisco Cervantes de Salazar, sacerdote, escritor y Cronista de la ciudad de México, de quien su obra “Crónica de la Nueva España, su descripción, la calidad y temple de ella, la propiedad y naturaleza de los indios”, editado en 1575, ha sido fuente de información relevante para rescatar del olvido los nombres de algunas de aquellas mujeres, aunque la fuente principal se encuentra en los numerosos legajos y documentos que la burocracia creó y que se encuentran tanto en bibliotecas oficiales como en fondos particulares. Es fundamentalmente de ellos de donde se han valido los investigadores para conocer en profundidad la participación de la mujer en la conquista y colonización del Nuevo Mundo.  Libros de nuestra época reciente recogen, con profusión, datos referentes a ellas: “Españolas de Ultramar en la historia y en la literatura”, de Juan Francisco Maura y el más reciente de Eloísa Gómez-Lucena, “Españolas del Nuevo Mundo”, sin olvidar el publicado por Mar Langa Pizarro “Españolas de armas tomar. De la aparente sumisión a la conquista paraguaya”, junto con otras varias, son obras que deben leerse para conocer, históricamente, la vida de muchas de ellas, pues son meticulosos trabajos documental que conjugan, sin estrépito novelesco, datos provenientes de fuentes literarias y archivísticas.

Composición con las imágenes de algunas de
aquellas mujeres españolas que participaron
en la colonización del Nuevo Mundo
Aunque algunos historiadores señalan que ya las mujeres estaban presentes en el segundo viaje de Colón, es incuestionable, por la información existente, que en el tercer viaje sí se embarcaron treinta mujeres. Silvio A, Zabala, escritor mexicano, recoge al respecto: “Cristóbal Colón recibió autorización para conducir a América 330 personas a sueldo: 40 escuderos, 100 peones de guerra y de trabajo, 30 marineros, 30 grumetes, 20 lavadores de oro, 50 labradores, 20 oficiales de todos los oficios y 30 mujeres… las mujeres sólo tendrían derecho a 12 maravedíes al día” (Estudios 185-87) como recoge en su obra, citada anteriormente, Juan Francisco Maura. 
Aquello fue el inicio de un flujo creciente de españolas hacia América que, durante el siglo XVI, de los cincuenta mil españoles llegados al Nuevo Mundo, más de diez mil eran mujeres. Mujeres de toda condición social, familiar y cultural. Ni todas fueron monjas ni prostitutas. Ni mujeres casadas en busca de sus esposos o acompañándolos en su viaje a aquellas tierras, muchas de ellas eran solteras que pretendían romper con la España de aquella época donde la mujer vivía supeditada a la tutela de los padres, hermanos o varones familiares. Eran mujeres que prefirieron luchar por sus sueños e ideales aún a riegos de sus vidas antes que quedarse en la península llevando una vida de horizonte mucho más limitados. No fueron mujeres pasivas y sumisas sino audaces y valientes que no dudaron en afrontar los peligros de la travesía de la mar océana. En el Nuevo Mundo hicieron de todo: fundar, gobernar, guerrear, educar y sanar indígenas, regentar haciendas… sin dejar por ello su condición de mujer, aunque algunos cuando recogían sus hazañas las tratasen de “varoniles”.
La historia, escrita por hombres, y la leyenda negra anglosajona que, entre otras cosas, propagó la imagen de una imagen violenta de la conquista española (pero esto es otra historia) omitían la presencia de la mujer en ella, cuando la realidad es que la conquista hubiera sido posible, pero no la colonización, sin la presencia de la mujer en aquellas expediciones.
En la imagen una representación de aquel soldado que
fue Philip O'Sullivan Beare y un retrato de
Cesáreo Fernández Duro 
Es prácticamente imposible recoger, en el espacio limitado de una entrada en el blog, las figuras y los hechos de todas aquellas mujeres que destacaron durante la colonización de aquellas nuevas tierras, de tal manera que será una pequeña representación de ellas las que aquí recojamos.
Pero antes de ello dejemos constancia de lo que algunos historiadores escribieron sobre ellas. Philip O’Sullivan Beare, soldado irlandés del siglo XVII que sirvió en el ejército español y que llegó a ser conocido como escritor, decía: 
“No creemos que la historia de ningún país haya producido en tan poco tiempo un cúmulo tal de hembras heroicas, casi ninguna de las cuales ha dejado más que un nombre oscuro escondido entre el polvo de las crónicas”. 
Cesáreo Fernández Duro, capitán de navío de la Armada Española, escritor e historiador, del siglo XIX, anotaba: 
“Gloria a ellas, gloria a su memoria; que doquiera que fue su presencia estímulo azares, ejemplo en los trabajos, nervio en el peligro, bálsamo en la adversidad, germen perenne de hechos históricos”.  
La estatua de Catalina de Bustamante, del monumento
erigido en Texcoco, sobre una pintura de Luis Covarrubias,
modificada, que representa la ciudad de México en el siglo XVI
CATALINA DE BUSTAMANTE, LA PRIMERA EDUCADORA
Había nacido en Llerena, una ciudad de la provincia de Badajoz, en 1490. Era una mujer con una buena formación académica, además  de saber leer y escribir conocía el latín y el griego, lo que indica su procedencia de una familia acomodada. El 5 de mayo de 1514, junto con su esposo, Pedro Tinoco, sus dos hijas y dos de sus cuñadas, embarcaron en Sanlúcar de Barrameda rumbo a Santo Domingo. Aquellos primeros años en aquellas tierras no debieron ser diferentes a los de cualquiera de los demás colonos llegados a ellas y de los mismos no queda constancia alguna sobre su vida o experiencias. Al fallecer su esposo tuvo que hacerse cargo de la familia y debió de ser entonces cuando se trasladó a México, a la ciudad de Texcoco, donde aprovechando su condición de terciaria seglar de la Orden de San Francisco, consiguió, a través de Fray Toribio de Benavente, que la Orden le cediese parte de un antiguo palacio para establecer un colegio para niñas indígenas procedentes de familias de caciques u otros dignatarios. Además de enseñarles la lengua castellana, las instruyó en oficios dignos que pudieran realizar por sí mismas, a la vez que les hizo conscientes de su valor como personas y no permitir que sus padres no las utilizaran en el trueque para conseguir alianzas con otros caciques o con capitanes españoles.
En 1529, la escuela fue asaltada por orden del alcalde mayor de la villa, Juan Peláez de Berrito, a fin de secuestrar a una muchacha indígena, que había sido bautizada con el nombre de Inesica, de quien se había encaprichado, y a su criada. Catalina, de inmediato, exigió la devolución de las muchachas, denunció ante el obispo y la Audiencia de México el atropello sufrido por el colegio y la honra de las dos muchachas raptadas. El obispo hizo cuanto estuvo en sus manos para conseguir el rescate de ambas, pero la justicia prolongaba sus decisiones sin hacer nada contra el alcalde. Catalina se decidió a escribir una carta al rey Carlos I, que no fue leída por él pero sí por su esposa la reina Isabel de Portugal, aunque ya era demasiado tarde para actuar en favor de Inesica y su criada. Mas sí se interesó por la labor de Catalina y decidió enviar a más damas para que la ayudaran, a quienes pagaba un sueldo del Tesoro Público. En 1535, Catalina viajó a España para entrevistarse con la reina y solicitarle más recursos para poder ampliar la atención a la educación de las niñas y sacarlas de la condición en que se encontraban. Isabel le concedió lo que le pedía y le asignó nuevos fondos y tres nuevas educadoras que la acompañaron a México. Esto posibilitó que pudieran acceder a las escuelas niñas indígenas de la más baja clase social.
En 1545, la epidemia de peste que azotó el territorio de la Nueva España acabó con la vida de Catalina de Bustamante. Hoy su memoria es recordada con una estatua erigida en Texcoco que la representa con una pluma escribiendo una carta. Se la considera la primera educadora de América, aunque no fue un caso aislado pues muchas mujeres de aquellas pioneras de la Nueva España sembraron instituciones dedicadas a la enseñanza de la mujer.
 
En la parte superior, presunta imagen de María de Escobar sobre un campo de trigo.
Debajo, reproducción de las páginas de “Comentarios reales” del Inca Garcilaso donde aparece
el capítulo XXIII que hace referencia a la introducción del cultivo de trigo en el Perú.
El cultivo del trigo fue introducido por los colonizadores españoles en Perú, y el nombre de tres mujeres es recogido en la literatura como las pioneras del mismo: María de Escobar, Inés Muñoz y Beatriz de Salcedo. Probada está la presencia de todas ellas en los primeros momentos de la conquista, pero, si bien, las referencias a Inés Muñoz y Beatriz de Salcedo, no parecen carecer de veracidad sólo de María de Escobar existe referencia en la obra del Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616), escritor e historiador indígena, contemporáneo de las tres damas que en sus “Comentarios reales”, capítulo XXIII, señala, trasladado al castellano actual: “Ya que se ha dado relación de las aves, será justo la demos de las mieses, plantas, y legumbres de que carecía el Perú. Es de saber, que el primero que llevó trigo a mi patria (yo llamo así a todo el imperio que fue de los Incas) fue una señora noble llamada María de Escobar, casada con un caballero que se decía Diego de Chaves, ambos naturales de Trujillo. A ella no conocí en mi pueblo, que muchos años después que fue al Perú se fue a vivir a aquella ciudad, a él no conocí, porque falleció en los Reyes. Esta señora digna de un gran estado, llevó el trigo al Perú a la ciudad de Rímac. Por otro tanto adoraron los gentiles a Ceres por diosa, y de esta matrona no hicieron cuenta los de mi tierra; qué año fuese no lo sé, mas de que la semilla fue tan poca que la anduvieron conservando y multiplicando tres años sin hacer pan de trigo, porque no llegó a medio almud lo que llevó, y otros lo hacen de menor cantidad: es verdad que repartían la semilla aquellos primeros tres años a veinte, y a treinta granos por vecino, y aún habían de ser los más amigos, para que gozasen todos de la nueva mies. Por este beneficio que esta valerosa mujer hizo al Perú, y por los servicios de su marido que fue de los primeros conquistadores, le dieron en la ciudad de los Reyes un buen repartimiento de indio, que pereció con la muerte de ellos. El año de mil quinientos y cuarenta y siete, aún no había pan de trigo en el Cozco (aunque ya había trigo), porque me acuerdo que el obispo de aquella ciudad don fray Juan Solano, dominico, natural de Antequera, viniendo huyendo de la batalla de Harina se hospedó en casa de mi padre, con otros catorce o quince de sus camaradas, y mi madre los regaló con pan de maíz; y los españoles venían tan muertos de hambre que mientras les aderezaron de cenar, tomaban puñados de maíz crudo que echaban a sus cabalgaduras y se lo comían como si fueran almendras confitadas: la cebada no se sabe quién la llevó, créese que algún grano de ella fue entre el trigo, porque por mucho que aparten estas dos semillas, nunca se apartan del todo”.
La referencia a Inés Muñoz que fue esposa de Francisco Martín de Alcántara, el hermano de madre de Francisco Pizarro, y que casó de nuevo, tras la muerte de este, con Antonio de Rivera, caballero de la orden de Santiago, se encuentra en una de las obras del intelectual peruano que escribió sobre historia, Rómulo Cúneo Vidal (1856-1931), en la que se hace eco de lo narrado por Bernabé Cobo (1582-1657), sacerdote jesuita e historiador español, en su obra “Historia de la fundación de Lima”: “Debe Lima a esta gran matrona no sólo el beneficio de la fundación de este monasterio, sino de otros muchos que de ella, como su fundadora y madre, tiene recibidos, que tanta parte tuvo con su industria y trabajo en la pacificación y población de esta tierra. A ella se debe el pan de trigo de que se mantienen, a su segundo marido la abundancia de olivares de que goza, y a entrambos juntos otras muchas frutas y legumbres que con gran diligencia hicieron traer de España, y a lo que no es de menos consideración, el primer obraje de lana de Castilla que hubo en esta tierra, lo fundaron estos caballeros en su repartimiento de indios del valle de Jauja, el cual permanece hasta hoy en el pueblo llamado Zepallanza”. 
Beatriz de Salcedo llegó a Perú en 1532 como esclava blanca de García de Salcedo, Veedor o Controlador  que acompañaba a Pizarro. Probablemente, había nacido en la provincia de Almería, era de origen morisco. Al año de su llegada recibió su libertad pero se mantuvo como concubina de García de Salcedo, a quien acompañó a Cajamarca cuando aún estaba preso el inca Atahualpa, logrando entablar amistad con sus hermanas y mujeres. Tras residir durante un tiempo en Cajamarca y en Jauja, fijaron su residencia en Lima. Como los oficiales reales no podían ser mercaderes, ella asumió gran parte de las actividades mercantiles de él. Allí vivió la muerte de García de Salcedo quien, en sus últimos momentos, decide casarse con ella para hacerla heredera de toda la fortuna que habían acumulado. Se convirtió así en la única mujer encomendera y morisca de la historia de América. Es el historiador peruano José Antonio del Busto (1923-2006) quien le atribuye el mérito de haber sido quien sembró por primera vez el trigo en el Perú, tras recuperar algunos granos mal molidos de cierta harina que llegó de España.
Doña Mencía Calderón de Sanabria
                                         MENCÍA CALDERÓN, LA ADELANTADA 
Una figura femenina de la conquista y colonización del “Nuevo Mundo”, oculta y silenciada durante siglos por los cronistas de la época que describían con todo lujo de detalles las aventuras y peripecias de los varones embarcados en aquella conquista, aludiendo, como de paso, a lo que se dio en denominar “expedición Sanabria”. Fue a raíz de la conferencia “Una expedición de mujeres españolas al Río de la Plata en el siglo XVI” del historiador argentino y cofundador del Instituto Paraguayo de Investigaciones Históricas, Enrique de Gandía, leída en octubre de 1931 cuando la figura de Mencía Calderón se hace presente en toda su plenitud, y es a partir de mediados del siglo XX cuando surgen una serie de relatos que recogen la travesía de Mencía de Calderón y de las mujeres que la acompañaban. Se editan así títulos como “Doña Mencía, la Adelantada” de la escritora Josefina Cruz de Caprile, en 1960, una obra que, en algún caso, ha sido calificada como “ensayo histórico”; “Expedición al paraíso” de Eloísa Gómez-Lucena, en 2004; “María de Sanabria” del uruguayo Diego Bracco, en 2007; y en 2010, “El corazón del Océano” de la coruñesa Elvira Menéndez, obra que fue emitida en una serie de televisión bajo ese mismo nombre. Sin olvidarnos de una larga serie de ensayos históricos sobre esta expedición que hoy pueblan las bibliotecas, y de la referencia que hace a Mencía Calderón en su “Romances de la Conquista”, editado en el año 2000,  el escritor paraguayo Hugo Rodríguez Alcalá, en su poema titulado “Doña Mencía y las cincuenta mujeres blancas”: “Doña Mencía Calderón / viuda fue de aquel Sanabria  / designado Adelantado / para el Río de la Plata; / pero ya antes que el bajel / hacia las indias zarpara / falleció él. Doña Mencía / dolida, más no adredada / decide cruzar los mares / y mandar en tierra brava / […] trajo cincuenta mujeres /todas de buena prosapia, / no sabemos si bonitas / mas de condición hidalga.” 
Nacida en el seno de una familia hidalga en Medellín (Badajoz) se casó con Juan de Sanabria un rico hidalgo natural de aquella misma ciudad, a quien el rey Carlos I, por la Capitulación firmada en 1547, autorizaba a armar una expedición de cinco navíos para trasladar a Asunción un gran número de matrimonios y mujeres solteras; fundar pueblos en lugares estratégicos; y restablecer el orden en Asunción tras la lucha entra Álvar Núñez Cabeza de Vaca y Domingo de Irala, lo que significaba su nombramiento como Adelantado de aquellas tierras. Juan de Sanabria comenzó con los preparativos de la expedición y se trasladó a Sevilla con su esposa, Mencía Calderón y su familia, así como la compañía de otras familias extremeñas y unas 80 jóvenes. Mas a principios de 1549, cuando la expedición no estaba completada, Juan de Sanabria falleció. Mencía no dudó a la hora de aceptar el cumplir al pie de la letra lo que su esposo había firmado y tras conseguir que Diego Sanabria, su hijastro pues era hijo del primer matrimonio de Juan, fuera reconocido como heredero y sucesor de su padre en todos los sentidos, lo que el rey certificó en marzo de aquel mismo año. Diego dejó que su madrastra, Mencía Calderón de Sanabria, asumiera la responsabilidad de la expedición y se pusiera al frente de una parte de la flora. Después de un año sin poder hacerse a la mar debido a las dificultades, el día 10 de abril de 1550, desde Sanlucar de Barameda, donde se habían desplazado desde Sevilla a través del Guadalquivir,  hizo largar amarras a tres de las naves que deberían componer la expedición, mientras Diego Sanabria continuaba hasta completar el total de cinco barcos que era el compromiso adquirido con la corona. Aquella flota compuesta por tres naves, al parecer, un patache, en donde viajaban las mujeres, una carabela y una nao, estaba al mando de Juan de Salazar, que ya había participado años antes en la fundación de la ciudad de Asunción. 
Durante el viaje tuvieron que soportar sublevaciones, asaltos de corsarios, tempestades que llegaron a dispersar la flota, enfermedades, mucho trabajo y necesidad de agua. Lo que prolongó la navegación más tiempo del necesario. El asalto de los corsarios franceses queda documentado en dos cartas, una de Juan de Salazar, reseñada por Enrique de Gandía: “… en una carta, todavía inédita, fechada en la laguna de Mbiazá, el 1 de enero de 1552, que la nao francesa francesa “se levantó y arribó sobre nosotros, con muchas trompetas, banderas y atambores” aterrorizando con sus disparos de artillería a las inocentes damiselas, y que sólo cuando los franceses, con gran sorpresa, oyeron “los lloros y gritos de las mujeres y niños” y “vieron “cuan mal les respondíamos, porque ni artillería ni diez arcabuces, dejaron de tirar y quisieron saber que gente éramos” . La otra, de Mencía Calderón está recogida en la obra de Carlos Mola Vicuña, “Estudio histórico sobre el descubrimiento y conquista de la Patagonia y de la Tierra del Fuego” (1903), en su Apéndice de Documentos y pruebas, recogida con el núm. 19 en las páginas 49 y 50, escribe: “Muy Magnífico Señor. Doña Mencía Calderón por mí y en nombre de Don Diego de Sanabria, Gobernador de las provincias del Río de la Plata, por su Majestad, digo: que viniendo yo en este navío Patax con la gente de guerra y pobladores que en él, el dicho Gobernador mi hijo envía a las dichas Providencias del Rio de la Plata en cumplimiento de lo que por su Majestad le ha sido mandado y él tiene capitulado, se ofreció que aportando con temporal contrario hacia la costa de Malagueta, pareció cierta vela francesa de la cual procuré nos apartasen y no pudiéndolo, la dicha vela arribó sobre nosotros de tal manera que por fuerza y contra nuestra voluntad, no habiendo disposición de poderla resistir, hizo amainar las velas al dicho nuestro navío y apoderándose de nosotros con ventajas, que no pudimos hacer otra cosa por la mucha artillería y artificios de fuego que el dicho navío traía é nos hizo fuerza é nos robó lo que por bien tuvo con poco temor de Dios y a su Majestad, y aunque muchas veces fueron requeridos nos dejasen en paz por ser armada de S. M. y por su mandado enviada, lo cual todo aunque lo vieron y entendieron, por las provisiones que de su Majestad le fueron mostradas, no dejaron de hacer el dicho saco, antes pusieron más escándalo y tremores y para que todo lo susodicho parezca en fe de verdad y S. M. sea informado pido a su merced mande al escribano de este navío tome la información de su contenido de las personas más principales que en el dicho navío van, etc. Doña Mencia Calderón.”
Lo que realmente ocurrió en aquel asalto ha sido narrado, en la literatura antes reseñada, resaltando el temple y la determinación de Mencía frente a estos corsarios, cualidades que realmente poseía como demostraría hasta el final de su expedición. A finales de 1550 arribaron a las costas de Brasil en la isla de Santa Catalina donde permanecieron durante más de dos años durante los cuales enviaron, por tierra, dos expediciones en petición de ayuda a Asunción y tratando de recomponer el barco a fin de continuar su travesía, tiempo durante el que no dejaron de ser acosados por los tupis, tribus antropófagas y muy belicosas. Pero aun así, Mencía, empeñada en cumplir con lo establecido en las Capitulaciones, decidió levantar el que se conoció como fuerte de San Francisco, aunque posteriormente debieron abandonar por los continuos ataques de los indígenas carios. Más tarde fueron socorridos por los portugueses y se trasladaron a la Capitanía de San Vicente donde permanecieron más de un año, fue allí donde recibieron noticias de lo acontecido a Diego de Sanabria, cuyas naves habían sido arrastradas por un huracán contra las rocas y sus tripulaciones había sido declarados muertas y desaparecidas, por lo que quedaban sin efecto las Capitulaciones otorgadas con los títulos y nombramientos en ellas contenidos. Duro fue el golpe para Mencía. Todo lo había perdido. Mas su temple no desmayó. Aún le quedaba su grupo de mujeres. No queriendo permanecer más tiempo en aquellos lugares, decidió atravesar la selva para alcanzar su destino: la ciudad de Nuestra Señora de la Asunción. Aquellas mujeres, niños y hombres recorrieron, a pie, más de 400 kilómetros por tierras inhóspitas, afrontando continuos peligros por lo que hoy se conoce como selva de Misiones y de Matto Grosso. Así fue como en los primeros días de mayo de 1556 llegaron a Asunción aquel pequeño grupo de personas compuesto por 22 hombres, 21 mujeres y unos pocos niños, entre los que se encontraba el nieto de Mencía, Hernán Trejo Sanabria, fruto del matrimonio de su hija María y del capitán Hernando Trejo realizado durante la estancia en Santa Catalina. Allí murió doña Mencía, siendo ya anciana, no vio cumplidos sus sueños de ser Adelantada, pero sí había cumplido en las Capitulaciones otorgadas a su esposo y posteriormente a su hijo, de llevar a Asunción el primer grupo numeroso de pobladoras.
En la parte superior, batalla de Otumba. En la parte inferior
detalle del Lienzo de Tlaxcala, un códice de 1522, donde
se aprecia la figura de María de Estrada representada por los
tlaxcaltecas como los cronistas escribieron de ella:
"peleaba con lanza a caballo como si fuera uno de
los más valerosos hombres". 
           MARÍA DE ESTRADA, MUJER-SOLDADO Y FUNDADORA DE CIUDADES
María de Estrada, una las mujeres que fueron en la expedición de Cortés para la conquista de México. Su nombre, es mencionado en alguna ocasión por el cronista-soldado Bernal Días del Castillo en su “Historia verdadera de la conquista de la Nueva España”, aunque siempre lo hace de pasada y hasta de manera despectiva. La primera de ellas en el capítulo 128 como una de las supervivientes de la Noche Triste escribe: “Pues olvidado me he de escribir el contento que recibimos de ver viva a nuestra doña Marina y a doña Luisa, hija de Xicotenga, que las escaparon en las puentes de unos tlaxcaltecas; y también a una mujer que se decía María de Estrads, que no teníamos otra mujer de Castilla en México sino aquella”. En el capítulo 138 aparece de nuevo una mención a ella: “Puso por capitán de Tezcuco, para que viese y defendiese que no contratacasen con don Hernando ningún mexicano, a un buen soldado que se decía Pero Sánchez Farfán, marido que fue de la buena y honrada mujer María de Estrada”. Y por último en el capítulo 156 con motivo de una fiesta organizada, en agosto de 1521, por Hernán Cortés después de haber tomado como prisionero a Cuauhtémoc y de haberse apoderado de la capital azteca: “[…] y fueron las damas que aquí nombraré que no hubo otras en todo el real ni en la Nueva España; primeramente la vieja María Estrada, que después casó con Pero Sánchez Farfán, y Francisca de Ordaz, que casó con un hidalgo que se decía Juan González de León; la Bermuda, que casó con Olmos de Portillo, el de México; otra señora mujer del capitán Portillo, que murió en los bergantines, y ésta por estar viuda, no la sacaron a la fiesta, e una fulana Gómez, mujer que fue de Benito Vegel; y otra señora que se decía la Bermuda (se repite), y otra señora hermosa que casó con un Hernán Marín, que ya no se acuerda del nombre de pila, que se vino a vivir a Guaxaca; y otra vieja que se decía Isabel Rodríguez, mujer que en aquella razón era de un fulano de Guadalupe y otra mujer algo anciana que se decía Mari Hernández, mujer que fue de Juan de Cáceres el Rico; y de otras ya no me acuerdo que las hubiese en la Nueva España”. 
La vida anterior de María de Estrada en España, más parece leyenda que historia, pues no existen documentos que la confirmen, no obstante no me resisto a dejarla aquí reflejada, según el relato de Carlos Lavín Figueroa, cronista que se dice de Cuernavaca. 
“María de Estrada era una niña judía cuyo nombre era Miriam Pérez. Cuando la expulsión de árabes y judíos decretada por los Reyes Católicos en 1492, Miriam tenía 6 años y vivía en la Judería de Toledo junto a su abuelo, médico y rabino quien la enseñaba a leer y escribir. Sus padres habían sido arrestados y condenados a la hoguera por la Inquisición en Sevilla.  A la edad de 8 años no solo leía en castellano, sino además lo hacía en hebreo y latín. Fue entonces cuando al ser arrestado su abuelo, en su huida, por la Inquisición, una vieja gitana se la arrebató a los inquisidores diciendo que era su nieta. Fue en el campamento gitano donde fue bautizada con el nombre de María de Estrada (lo de Estrada por el significado de esa palabra: “camino o sendero que resulta de tanto pisar la tierra”, en el que fue rescatada por aquella gitana). Fue allí, en el campamento de Toledo, donde aprendió las artes del baile y la adivinación y hasta la forja del acero. Así como participó en combates contra bandidos y forajidos que trataban de atacarles. Pero fue delatada por su madrastra, por robo y por judía, la hija de aquella vieja gitana que la había rescatado. Fue apresada y condenada por un Juez inquisidor que, al tenerla a su merced, y aprovechándose de su autoridad, abusó de ella. María terminó matándolo. Intentó escapar, pero fue atrapada y torturada de una manera brutal, encerrada en el calabozo del Alcázar de Toledo. La condenaron a morir en la horca. Su ejecución fue aplazada por llevar en el vientre un hijo producto de la violación. Abortó pocos meses después. Nuca se supo el sexo de la criatura, se limitó a enterrarla como pudo en un agujero disimulado que ya existía en alguna parte de la celda. María de Estrada permaneció encerrada en condiciones infrahumanas. En su celda fue violada también por Guillermo Marín, un ladrón que, con el uniforme militar, se hacía pasar por un hombre devoto, miembro de una selecta familia cristiana. Ella se defiende y lo mata: fue acusada también por esa muerte. Por una Ordenanza de los Reyes Católicos que perdonaba a las mujeres sentenciadas si es que viajaban al Nuevo Mundo, fue absuelta. Así es como María logró salvar su vida y se embarca hacia las Indias, en un barco cuya tripulación estaba compuesta por esclavos negros a los que subieron en la Gomera (isla canaria frente al África del Norte donde hacían escala) y reos que trataron de abusarla pero se defendía con el cuchillo que, como cocinera del galeón, tenía en su poder día y noche.”
Centrándonos en datos reales de fuentes históricas, señalemos que Diego Muñoz Camargo (1529-1599), historiador tlaxcalteca, en su “Historia de Tlaxcala”, da noticia de los extraordinarios hechos de María de Estrada: “En esta tan temeraria noche triste, mataron a un paje de Hernán Cortés delante de sus ojos, llamado Juan de Salazar, donde asimismo se mostró valerosamente una señora llamada María Estrada, haciendo maravillosos y hazañeros hechos con un espada y una rodela en las manos, peleando valerosamente con tanta furia y ánimo, que excedía al esfuerzo de cualquier varón, por esforzado y animoso que fuera, que a los propios nuestros ponía espanto, y asimismo lo hizo la propia el día de la memorable batalla de Otumbra a caballo con una lanza en las manos, que era cosa increíble en ánimo varonil, digno por cierto de eterna fama e inmortal memoria”. En el mismo sentido habla de ella el misionero y cronista Juan de Torquemada (1388-1468) (que no debe confundirse con el cardenal Juan de Torquemada ni tiene nada que ver con el inquisidor Tomás de Torquemada), cuando describe los sucesos de la Noche Triste en su “Monarquía Indiana”: “… y así mismo se mostró muy valerosa en este aprieto y conflicto María de Estrada, la cual con una espada y una rodela en las manos hizo ánimo, como si fuera uno de los más valientes Hombres del Mundo, olvidada que era Mujer, y revestida del valor que en casos semejantes suelen tener los Hombres de Valor y Honra. Y fueron tantas las maravillas, y cosas que hizo que puso en espanto y asombro a todos los que la miraban”. Además de esos testimonios en la “Crónica de la Nueva España” de Francisco Cervantes de Salazar se le atribuyen a María de Estrada las siguientes palabras dirigidas a Cortés cuando éste quiso que las mujeres se quedasen a descansar en Tlascala: “No es bien señor Capitán, que mujeres españolas dexen a su maridos yendo a la guerra; donde ellos murieron moriremos nosotras, y es razón que los indios entiendan que somos tan valientes los españoles que hasta sus mujeres saben pelear…” Hay historiadores que dan por hecho su presencia en la fundación de la ciudad de Puebla de los Ángeles en 1531. Sin embargo en el documento oficial de la fundación de la misma no figura su nombre ni el de su esposo Pero Sánchez Farfán. Lo que sí está probado es la presencia del matrimonio en la toma del asentamiento de Tetela del Volcán. En recompensa por sus servicios a la causa y por su valentía María de Estrada fue nombrada, por Cortés, encomendera de Hueyapan, Nepopualco y Tetela del Volcan. Tras la muerte Sánchez Farfán volvió a casarse, en este caso con el partidor Alonso Martín, con el que viviría en Puebla de los Ángeles hasta su muerte debida a una epidemia.
Reproducción de la primera página de la "Cronica del
Reino de Chile" de Pedro Mariño de Lobera. A la derecha
una representación pictográfica que representa la supuesta
imagen de Inés Suárez
                                              INÉS SUÁREZ, CORAZÓN Y VALOR
La vida y hazañas de esta extremeña nacida en la ciudad de Plasencia (Cáceres) sobre el año 1507 ha sido recogida en la literatura por cuatro novelas, que conozcamos. La más reciente de ellas es la de la escritora chilena Isabel Allende bajo el título “Inés del alma mía”, editada en 2006. Anteriores a esa fueron publicadas: “Inés… y las raíces en la tierra” (1964), de la escritora chilena María Correa Morande; en 1968 se publicó “La Condoresa” de Josefina Cruz de Caprile; “Ay mama Inés” del escritor chileno Jorge Guzmán fue publicada en 1993. Mas su leyenda no es sólo recogida por la literatura, en la música nos encontramos con la ópera del compositor chileno José Guerra que con el título “Inés Suárez” estrenó en 1941 y en el cine la película “La Araucana”, una adaptación libre del poema épico de ese mismo nombre del poeta y soldado español Alonso de Ercilla Zúñiga (1533-1594) que, por cierto, no recoge ninguna referencia a Inés Suárez en él. Así como son numerosas las representaciones iconográficas que se han hecho de su imagen sin que realmente se conozca su aspecto físico del que no dejaron constancia los cronistas de la época.
Se cree que, allá en su tierra natal, su padre era ebanista y su madre costurera. Pedro Mariño de Lobera (1528-1594), soldado de profesión y cronista de los acontecimientos vividos, escribió un manuscrito del que no se conserva el original mas sí la transcripción del mismo realizada por Bartolomé de Escobar (1561-1624), jesuita sevillano que en 1581 había llegado al Perú, y que se publicó por primera vez en 1865 dentro de la Colección de Historiadores de Chile bajo el título de “Crónica del Reino de Chile”. Es en ella donde se recogen con mayor amplitud las referencias a Inés Suárez, que él llama Inés Juárez pues de ambas formas se solía escribir aquel apellido, y por esa crónica se conoce que era “casada en Málaga (parte II, cap. VIII), al parecer con un tal Juan, quien al poco tiempo de su matrimonio embarcó al Nuevo Mundo en busca de fortuna. Se cree que una carta recibida desde Venezuela, de su esposo, en la que le anunciaba que se marchaba a Perú, fue la que la empujó para decidirse a ir en su búsqueda y la que posibilitó que le concedieran autorización para embarcarse acompañada de una sobrina, pues, aunque la Corona propiciaba los viajes de las mujeres casadas para ir a encontrarse con sus esposos, no le permitían viajar solas y además deberían presentar un par de testigos que avalaran su condición de “cristiana vieja”. En 1537 se embarcó rumbo Panamá donde hubo de trabajar como costurera. Desde allí se dirigió a Lima donde le confirmaron la muerte de su esposo en la batalla de Salinas, en abril de 1538, ocurrida en las cercanías de la ciudad de Cuzco. Con su trabajo como costurera debió de reunir el dinero suficiente para recorrer la gran distancia hasta llegar a Cuzco a fin de solicitar la ayuda que podía corresponderle como viuda de un soldado muerto en combate. Es allí donde entra en contacto con Pedro de Valdivia y comenzaron sus relaciones, aunque como éste era casado, su esposa Marina Ortíz de Gaete permaneció en España cuando él marchó al Nuevo Mundo formando parte de las huestes de Francisco Pizarro, para disimularlas Pedro la hacía pasar como servidora de su casa, como él mismo declararía en el proceso iniciado contra él por sus enemigos en 1548: “… la recogí en mi casa para servirme de ella por ser mujer honrada para que tuviese cargo de mi servicio y limpieza, y para mis enfermedades, y así en mi solar tenía aposento aparte, y en cuarto a comer juntos es lo contrario de la verdad, sino fuese algún día de regocijo que el pueblo hiciese, que a ruego de algunos saldría a comer con los vecinos que en aquel pueblo había, porque es mujer muy socorrida, que los visitaba y curaba en sus enfermedades, y por las buenas obras que de ella han recibido era muy amada de todos” (texto que hemos trasladado al castellano actual). Esa relación amorosa con Pedro de Valdivia fue la que le llevó a acompañarlo en su expedición para explorar y conquistar las tierras, campaña en la que se distinguió tanto por su bondad y valor como por su ingenio, partiendo desde Cuzco siendo ella la única mujer española de aquel grupo de once soldados y numerosos indígenas yanaconas y esclavos negros.
Diferentes escenas que recogen, de manera imaginaria, lo sucedido.
En la parte superior izquierda, el momento en que descubrieron el agua
durante la travesía del desierto de Atacama. A la derecha la llegada
de la expedición al valle del río Mapocho.
En la parte inferior, a la izquieda un ataque de los indígenas nativos
de aquellas tierras. A la dereccha, la ejecución de los caciques por
parte de Inés Suárez.
Durante la travesía del desierto de Atacama la expedición se encontró en una situación desesperada por la falta de agua. Pedro Mariño de Lobera lo recoge así en su obra: “No dejaré de decir cómo estando el ejército en cierto paraje a punto de perecer por falta de agua, congojándose una señora que iba con el general llamada Inés Juárez [Suárez], natural de Plasencia y casada en Málaga, mujer de mucha cristiandad y edificación de nuestros soldados, mandó a un indio cavar la tierra en el asiento donde ella estaba, y habiendo ahondado cosa de una vara salió al punto agua tan en abundancia, que todo el ejército se satisfizo, dando gracias a Dios por tal misericordia. Y no paró en esto su magnificencia, porque hasta hoy conserva el manantial para toda gente la cual testifica ser el agua de la mejor que han bebido la del jagüey de doña Inés, que así se le quedó por nombre.” (Parte II, cap. VIII).
Después de once meses de travesía llegaron al valle del rio Mapocho, lugar extenso, fértil y con abundante agua potable pero con el inconveniente de ser territorio ocupado por tribus indígenas que más tarde se opondrían a la presencia de los españoles. Fue allí donde Valdivia ordenó levantar el campamento, y sobre el cerro Huelen, que así llamaban los indígenas, y que ellos llamaron de Santa Lucía comenzó a elevarse la ciudad que denominaron Santiago de Nueva Extremadura. El capítulo XI de la Crónica del Reino de Chile, que venimos mencionando, recoge la fundación de la misma acontecida el 12 de febrero de 1541, y aunque en ese pasaje no figura el nombre de Inés Suárez es segura la presencia de ella en aquel acto fundacional.
La siguiente referencia a Inés Suárez en esa Crónica aparece en el capítulo XV, después de relatar en el capítulo anterior como Valdivia había sometido a prisión a siete caciques que retuvo en la ciudad, partiendo él a otros lugares, dejando la defensa de la ciudad a cargo del capitán Alonso de Monroy. En el mencionado capítulo XV, “De la batalla que hubo en la ciudad de Santiago entre indios y españoles, donde mató Inés Juárez siete caciques”, leemos: “Estando los cincuenta españoles de la ciudad de Santiago con las armas en las manos esperando a los enemigos, veis aquí cuando un domingo a los once de setiembre de 1541, tres horas antes del días […] Mas como empezase a salir la aurora y anduviese la batalla muy sangrienta, comenzaron también los caciques que estaban presos a dar voces a los suyos para que los socorriesen libertándoles de la prisión en que estaban. Oyó estas voces doña Inés Juárez, que estaba en la misma casa donde estaban presos, y tomando una espada en las manos se fue determinadamente para ellos y dijo a los hombres que los guardaban, llamados Francisco Rubio y Hernando de la Torre que matasen luego a los caciques antes que fuesen socorridos de los suyos. Y diciéndole Hernando de la Torre, más cortado de terror que con bríos para cortar cabezas: Señora, ¿de qué manera los tengo yo de matar? Respondió ella: Desta manera. Y desenvainando la espada los mató a todos con varonil ánimo […] Habiendo, pues, esta señora quitado las vidas a los caciques, dijo a los soldados que los guardaban que, pues no habían sido ellos para otro tanto, hiciesen siquiera otra cosa, que era sacar los cuerpos muertos a la plaza para que viéndolos así los demás indios cobrasen temor de los españoles.”
Pero no se limitó a esa acción su intervención en la defensa de la ciudad pues más adelante el cronista escribe: “Viendo doña Inés Juárez que el negocio iba de rota batida y se iba declarando la victoria de los indios, echó sobre sus hombros una cota de malla y se puso juntamente una cuera de anta y desta manera salió a la plaza y se puso delante de todos los soldados animándolos con palabras de tanta ponderación, que eran más de un valeroso capitán hecho a las armas que de una mujer ejercitada en su almohadilla. Y juntamente les dijo que si alguno se sentía fatigado de las heridas acudiese a ella a ser curado por su mano, a lo cual concurrieron algunos, a los cuales curaba ella como mejor podía, casi siempre entre los pies de los caballos; y en acabando de curarlos, les persuadía y animaba a meterse de nuevo en la batalla para dar socorro a los demás que andaban en ella y ya casi desfallecían.”
Este mismo hecho es recogido en la “Crónica y relación copiosa y verdadera de los reinos de Chile” de Jerónimo de Vivar, un cronista de quien sólo se conoce que había nacido en Burgos como refleja el colofón final de su obra, en el capítulo XXXVIII de la misma escribió: “Y cuando allegó a la puerta de la casa, salió una dueña que en casa del general estaba, que con él había venido sirviéndole del Pirú, llamada Inés Suares, natural de Málaga. Como sabía, reconociendo lo que cualquier buen capitán podía reconocer, echó mano a una espada e dio de estocadas a los dichos caciques, temiendo el daño que se recrecía si aquellos caciques se soltaban. A la hora que él entraba, salió esta dueña honrada con la espada ensangrentada, diciendo a los indios: “Afuera, auncaes –que quiere decir traidores-, que ya yo os he muerto a vuestros señores y caciques”, diciéndoles que lo mismo harían a ellos y mostrándoles la espada”.
Hechos que son recogidos, asimismo, en el proceso contra Valdivia, según recoge Diego Barros Arana en su obra “Proceso de Pedro Valdivia i otros documentos inéditos concernientes a este conquistador” en la que en su Introducción, pag. 24, leemos: “Así, por ejemplo, la matanza ejecutada u ordenada por Inés Suárez de algunos caciques que estaban encerrados en Santiago en 1541, cuando la naciente ciudad se hallaba embestida por los indios comarcarnos, es un hecho referido por varios cronistas, pero puesto en duda por algunos historiadores modernos i negado por otros. Pues bien; este hecho que Valdivia no ha consignado en sus cartas a Carlos V es real i efectivo. En el proceso aparece contado por el mismo Valdivia i por los dos testigos, con la circunstancia de que, a juicio de éstos, ese acto salvó la ciudad de su total destrucción”.
Esa imagen, recreada por la literatura y la iconografía, de Inés Suárez mostrando la cabeza de uno de los caciques a los indígenas araucanos que atacaban la ciudad, es solo producto de la imaginación de sus autores, pues ninguna de las dos Crónicas que recogen lo acontecido, como hemos visto.
Del comportamiento y hazañas de Inés Suárez quedan constancia además en la entrada bibliográfica que aparece en el Diccionario Biográfico Colonial de Chile, de José Toribio Medina, páginas 839 a 843, en donde hace referencia a los dos títulos de encomienda de indios que Pedro de Valdivia extendió a nombre de ella en 1544 y 1546.
Pedro de Valdivia fue absuelto de todos los cargos que le habían sido imputados según sentencia del 19 de noviembre de 1548, aunque con algunas condiciones que había de cumplir inexorablemente, una de las cuales era alejar de él a Inés Suárez. Fue él mismo quien le comunicó esta condición a ella y le pidió que se casara con el capitán Rodrigo de Quiroga. Ella aceptó con resignación aquella situación y a partir de aquel momento amó a Rodrigo con la misma o más intensidad que había amado a Valdivia, pues si aquel había sido un amor despertado por la admiración y el espíritu de aventura, este era el amor sereno de la madurez, Inés tenía 42 años en aquellos momentos, y la serenidad. Juntos vivieron una vida tranquila contribuyendo a la construcción del templo de la Merced y de la ermita de Monserrat, en Santiago. Inés Suárez murió en 1580, pocos meses después de que hubiera fallecido Rodrigo de Quiroga.
En la parte superior izquierda, grabado de un mapa de los Mares del Sur
del año 1598. A la derecha, rutas de las dos expediciones de Álvaro de Mendaña.
Abajo a la izquierda, mapa de las islas Marquesas, y a la derecha el de 
las islas Santa Cruz 
                                ISABEL BARRETO, SEÑORA DE LOS MARES DEL SUR
Isabel Barreto, de cuya memoria se hacen eco varios documentos de su época como los conservados en el volumen 6 de “Australia franciscana”, obra del franciscano Celsus Kelly, de origen australiano, “Expedición de Álvaro de Mendaña para poblar las Islas Salomón (1595-1597): relaciones de las poblaciones de la Isla de Santa Cruz, el fracaso y sus consecuencias”, entre los que se encuentra el testamento otorgado por ella misma pocos días antes de su muerte. Existen tres relaciones de esta segunda expedición a las Islas Salomón escritas o narradas por Fernández de Quirós, una que insertó don Antonio de Morga Sánchez Garay en su obra “Sucesos de Filipinas” (1609); otra que transcribió Cristóbal Suárez de Figueroa entre Los hechos de D. Garcia Hurtado de Mendoza Marqués de Cañete” (1613), y la más extensa, publicada Justo Zaragoza sobre la transcripción que el sevillano Luis Belmonte Bermúdez (¿1587?-¿1650?), poeta y cronista de Indias, dejó sobre los viajes de Pedro Fernández de Quirós, del que actuaba como secretario aunque no se encontraba presente durante esta expedición, “Historia del descubrimiento de las regiones Austriales…” la que ha originado toda la literatura que sobre la figura de Isabel Barreto podemos hoy leer. Desde la obra de Manuel Bost i Barret, abogado y escritor, “Doña Isabel Barreto, adelantada de las Islas Salomón” (1943), pasando por la novela del escritor británico Robert Graves, “Las islas de la imprudencia” (1949); hasta la de la escritora francesa Alexandra Lapierre, “Je te vois reine des quatre parties du monde” (2013), publicada ese mismo en español con el título “Serás reina del mundo”; o las referencias a ella en obras que compendian biografías de mujeres en la historia: “Mujeres heroicas de la Conquista de América” (2003) de Carlos B. Vega; “Españolas de Ultramar en la Historia y en la Literatura” (2005) de Juan Francisco Maura; “Mujeres de acción en el Siglo de Oro” (2006) de Vicenta María Márquez de la Plata; “Españolas del Nuevo Mundo” (2013) de Eloísa Gómez-Lucena. Literatura, sobre todo en las novelas que, a pesar de contener unos componentes reales, ha llegado a distorsionar la imagen de aquella extraordinaria mujer en los que la ficción y la realidad llegan a mezclarse, como deja reflejado en el Anexo “De la historia a la novela”, en su obra la escritora Alexandra Lapierre “Desde el siglo XX, los numerosos autores de ficciones y de retaros que se interesaron en su odisea repitieron las declaraciones de Quirós sin indagar acerca de su personalidad,…”.  Hasta tal punto llega la distorsión de su figura que en las representaciones iconográficas llevan a presentar la imagen de Juana de Asbaje (Sor Juana Inés de la Cruz) de un retrato, posiblemente anacrónico, a la edad de quince años, como refleja el texto que aparece al pie del mismo, como la de Isabel Barreto, de quien apenas se conocen algunos datos sobre su aspecto físico y aún, hoy, se mantienen las divergencias entre los historiadores sobre su biografía anterior a su llegada al Nuevo Mundo en 1585.
Aunque los datos biográficos de Isabel Barreto, antes de su presencia en el Perú en 1585, siguen siendo confusos y originan discrepancias entre los estudiosos, en la actualidad sí hay un acuerdo generalizado en que había nacido en Pontevedra en 1567, en el seno de una familia hidalga donde, posiblemente, recibió la educación de una mujer de aquella época renacentista en la además de aprender a leer y escribir conocería el latín y el griego, y tendría acceso a obras científicas y literarias. Como ella misma declara en su testamento, al que antes hemos hecho mención, era hija de Nuño Rodríguez Barreto y de Mariana de Castro, en el que menciona, además, a sus hermanos Diego, Luis y Antonio y a sus hermanas Leonor, Beatriz y Petronila. Mas por las referencias recogidas en la crónica de Quirós, se sabe que en aquella expedición la acompañaban otros dos hermanos más: Lorenzo y Mariana “Lopez de Vega tenía alistada una buena compañía de gente casada y casados: el adelantado le casó aquí con su cuñada doña Mariana de Castro, dándole título de almirante” (“Historia del descubrimiento de las regiones Austriales…”, cap. V). Por lo que en total fueron nueve los hijos de aquel matrimonio entre Nuño y Mariana. Se sabe que en 1585 la familia Barreto se encontraba en la ciudad de Lima, donde entraría en contacto con Álvaro de Mendaña, navegante español originario de El Bierzo (León), que ya había realizado una expedición entre noviembre de 1567 y julio de 1569, en la que, entre otras, descubrió las islas Salomón.
Crómica de Sarmiento de Gamboa
Los incas habían propagado entre los españoles una leyenda que hacía referencia a dos islas, Anachumbi y Ninachumbi, descubiertas por su soberano Túpaq Inka Yupanki.  Sarmiento de Gamboa, que acompañaba a Álvaro de Mendaña en aquella primera expedición como capitán de una de las naves que la componían, recoge en su “Historia Índica” (1572) aquel relato: “… andando Topa Inga Yupanqui[Túpaq Inka Yupanki] conquistando la costa de Manta y la isla de la Puná y Túmbez, aportaron allí unos mercaderes que habían venido por la mar de hacia el poniente en balsas, navegando a la vela. De los cuales se informó de la tierra de donde venían, que eran unas islas, llamadas una Auachumbi [Anachumbi] y la otra Niñachumbi [Ninachumbi] adonde había mucha gente y oro. Y como Topa Inga era de ánimos y pensamientos altos y no se contentaba con lo que en tierra había conquistado, determinó tentar la feliz venrura que le ayudaba por la mar y se determinó ir allá. Y para esto hizo una numerosísima cantidad de balsas, en que embarcó más de veinte mil soldados escogidos… Navegó Topa Inga y fue y descubrió las islas Auachumbi y Niñachumbi, y volvió de allá, de donde trajo gente negra y mucho oro…” Los sueños dorados de aquellos conquistadores españoles pronto identificaron aquellas islas con la región de Ofir al que hace mención la Biblia de donde el rey Salomón recibía enormes cantidades de oro, piedras preciosas y otras riquezas. De ahí que cuando descubrieron aquel grupo de islas, y pese a no haber encontrado el oro esperado, le pusieron por nombre islas Salomón.
Álvaro de Mendaña y Neira
En el momento en que conoció a la familia Barreto se encontraba buscando financiación para su segunda expedición, tras su vuelta de España, tras la capitulación firmada en la corte que le reconocía los títulos de Adelantado, Gobernador y Capitán General de la colonia durante dos generaciones, a cambio de que encontrara financiación para la misma. En el testamento de  Isabel Barreto se lee que sus “padres la casaron con Álvaro de Mendaña, Adelantado de las Islas de Santa Cruz”, y que con la dote que le dieron sus padres pudo este “comprar un navío llamado Santa Isabel y algunos pertrechos de guerra y otras cosas necesarias para la jornada de dichas islas Salomón.” (“Mujeres heroicas de la Conquista de América”, Carlos B. Vega, pag. 169) Boda que se celebró hacia 1586.
La flota que se haría a la mar para aquella expedición quedó formada por cuatro barcos en los que iban trescientos setenta y ocho hombres y unas noventa mujeres y niños. Todos ellos con la idea de fundar una colonia y encontrar el oro que se decía que allí, en las islas Salomón, existía.
“La nao capitana se llamaba San Jerónimo: iba en ella el adelantado [Álvaro de Mendaña], su mujer [Isabel Barreto], su cuñada [Mariana] y hermanos [Lorenzo, Diego y Luis], los oficiales mayores y dos sacerdotes. El almiranta Santa Isabel: iba en ella el almirante Lope de Vega, dos capitanes y un sacerdote. La galeota, San Felipe: iba en ella el capitán Felipe Corzo, y sus oficiales y gente. La fragata, Santa Catalina: iba por el teniente capitán Alonso de Leyva” (Fernández de Quirós, op. cit., cap. VI). El piloto mayor de la expedición era el portugués Pedro Fernández de Quirós (1565-1614), por aquel entonces Portugal y España formaban un solo reino, quien mantuvo constantes enfrentamientos con Isabel; sus hermanos, sobre todo con Lorenzo que había sido nombrado general por Mendaña; el maestre de campo Pedro Merino Manrique, un hombre de más de sesenta años y de carácter impetuoso y violento;  y hasta con el mismo Adelantado.
El día 16 de junio de 1595 largó amarras desde el puerto de Paita, al norte de El Callao, desde donde habían partido el 9 de abril, donde habían arribado para completar abastecimiento y dotaciones, y tras un serena y cómoda travesía de treinta y cinco días en que recorrieron más de 1 200 leguas marinas (medida de longitud que equivale a 5 555 metros) y durante la que llegaron a celebrarse hasta quince bodas. Era el día 21 de julio cuando avistaron tierra entendiendo que era una de las islas Salomón. “El adelantado la puso el nombre de la Magdalena, por ser víspera de su día. Entendióse ser la tierra que se buscaba, a cuya causa fue muy alegre para todos su vista… El siguiente día, con duda si aquella isla era poblada, se pusieron las naves al Sur de ella y muy cerca de tierra, y de un puerto que está junto a un cerro o picacho que queda en la parte del Leste, salieron setenta canoas pequeñas, no todas iguales, hechas de un palo, con unos contrapesos de cañas por cada bordo… En cada una los menos que habían eran tres y en la que más diez, unos a nado y otros sobre palos, como cuatrocientos indios, casi blancos y de muy gentil talle, grandes, fornidos, membrudos, bueno el pie y la pierna, y manos con largos dedos…” (Fernández de Quirós, op. cit., cap. VI).
Después de un enfrentamiento con aquellos indígenas, y ya dudando el Adelantado que fueran las islas que anteriormente él había visitado levaron anclas y continuaron su travesía durante la que divisaron otras islas que fueron bautizadas con los nombres de San Pedro, Dominica y Santa Cristina. Cada vez más Mendaña se iba convenciendo de que aquellas no eran las islas Salomón, por lo que el 28 de julio, estando atracados en la isla de Santa Cristina, en el puerto que puso por nombre “Madre de Dios”: “El día después de surtos, que se contaron veinte y ocho de julio, salió a tierra el adelantado y llevó a su mujer y la mayor parte de la gente a oír la primera misa que el vicario dijo, a que los indios estuvieron de rodillas con gran silencio y atentos, haciendo todo lo que veían hacer a los cristianos, mostrándose muy en paz. Asentóse junto a doña Isabel, a hacerla aire, una muy hermosa india, y de tan rubios cabellos que procuró hacerla cortar unos pocos, y por ver que se recató, lo dejaron de hacer por no enojarla” (Fernández de Quirós, op. cit., cap. VIII). Tomando así posesión de aquel archipiélago que puso por nombre islas Marquesas de Mendoza, en homenaje a Diego Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete. Mas aquella tranquilidad y la actitud pacífica de los indígenas pronto se vio interrumpida por la actitud belicosa de los soldados del maestre Pedro Merino Manrique. Los hechos acontecidos son recogidos en la Crónica de Fernández de Quirós en los capítulos V, VI, VII, VIII y IX. “Tuvo el adelantado deseo de poblar estas cuatro islas para hacer su negocio dellas o dejar allí treinta hombres, algunos casados; mostrándose los soldados quejosos de esto, y sabido la mala voluntad, cesó la suya buena. Teníase por cosa cierta haberse muerto en estas islas doscientos indios, y alabarse los impíos y mal considerados soldados del tiro que caían, uno, dos o tres; las cosas tan mal hechas, si se han de hacer ni alabar, permitir ni sustentar, ni dejar de castigar conforme al tiempo” (Fernández de  Quirós, op. cit., cap. VIII).
Esa actitud obligó a Mendaña a levar anclas e izar las velas para continuar la travesía en busca de las islas Salomón, lo que hicieron el día 5 de agosto. Navegando hacia poniente, el día 20 de agosto divisaron una nueva isla a la que pusieron por nombre isla de San Bernardo (hoy Pukapuka) en el archipiélago de las islas Cook, mas no encontrando lugar adecuado para desembarcar. El martes 29 de agosto surgió en lontananza una pequeña isla a la que pusieron por nombre isla Solitaria, aunque realmente no se encontraba sola sino que formaba parre del archipiélago de Tuvalu (en la actualidad Tuvalu es un país independiente formado por cuatro arrecifes de coral y cinco atolones, que es miembro de las Naciones Unidas)  a la que tampoco pudieron acceder por los arrecifes que la rodeaban, lo que trajo consigo que escaseara la leña para cocinar y el agua por lo que los ánimos de los expedicionarios iban decayendo. “Ya iban en este paraje los soldados algo necesitados de sufrimiento, y así, cansados y gastadas las esperanzas formaban públicas y secretas quejas, y haciendo corrillos había disolución en cosas que fueron rastro o indicio para adivinar lo que pasó después” (Fernández de  Quirós, op. cit., cap. X).
Durante esta singladura se perdió de vista la nao “Santa Isabel”, dirigida por el almirante Lope de Vega, esposo de la hermana de Isabel Barreto, Mariana, junto a una isla cuyo volcán estaba en erupción. A pesar de los esfuerzos realizados por encontrarla la nave no apareció y la expedición, ya con sólo tres naves, continuó su travesía hasta que avistaron una nueva isla que llamaron Santa Cruz, situada a unos 400 km al sur de las islas Salomón, las que ellos buscaban, pero que no lograron encontrar al haberse desviado al sur entre tres o cuatro grados en su navegación. Buscando un fondeadero arribaron a una bahía a la que llamaron Graciosa, era el día 8 de septiembre. Fue allí donde Álvaro de Mendaña trabó amistad con el cacique Malope, “Entre los demás entró un hombre de buen cuerpo y color loro, algo flaco y cano; parecía su edad de sesenta años, y su rostro y voluntad de hombre bueno; traía en la cabeza unos plumajes azules, amarillos y colorados…” (Fernández Quirós, op. cit., cap. XIII). Continúa la relación de todo lo acontecido en esta isla de Santa Cruz en los capítulos del XIV al XXI, donde se narran las medidas adoptadas para erigir un asentamiento rodeado de una pequeña empalizada para protegerse de alguna tribu menos amistosa que la del cacique Malope quienes les abastecían de frutas y alimentos de los que ellos consumían. También levantaron una pequeña iglesia en la que el vicario celebró la primera misa. Pero a pesar de ello el descontento se generalizaba cada día que pasaba, especialmente entre los soldados que no encontraron la riqueza en oro y perlas que les había sido prometida. Pedro Merino Manrique, el maestre de campo, alentaba aquel descontento y hostigaba a Mendaña con permanentes quejas para que los sacase de aquel lugar, protagonizando diversos incidentes. Al no ver cumplidos sus deseos, un grupo de sus soldados llegaron a dar muerte al cacique Malope con el objetivo de que la rebelión de los indígenas obligara a Mendaña a ordenar la marcha que aquellas islas. Aquel incidente llevó a Mendaña a dar la orden para que el maestre de campo y el álferez Juna de Buitrago que había comandado el grupo de soldados que causaron la muerte de Malope, fueran ejecutados. El día 17 de octubre, con un eclipse total de luna como triste presagio, Álvaro de Mendaña que se encontraba enfermo, posiblemente debido a la malaria, hizo testamento ante el escribano Andrés Serrano (documento que se encuentra en el Archivo General de Indias, dentro del Expediente de doña Isabel Barreto) en el que declara a “Isabel Barreto, su legítima mujer, por gobernadora… y de todos los demás bienes agora y en algún tiempo parecieron míos, y del título del marquesado que del rey nuestro señor tengo, y de todas las mercedes que su majestad me ha hecho”, nombrando a Lorenzo Barreto como capitán general y almirante de la expedición. Al día siguiente, a la una de la tarde fallecía Álvaro de Mendaña y su cuerpo sería enterrado en la pequeña iglesia del poblado construido.
Isabel Barreto, convertida así en gobernadora de Santa Cruz, no tardaría en asumir el control de la difícil situación que se había creado y que cada día empeoraba por los ataques de los nativos y la propagación de la malaria. Lorenzo Barreto, su hermano, actuando como capitán general, como signo de autoridad y en represalia, ordenó prender fuego al poblado del cacique Malope ante la sorpresa de los indígenas que allí habitaban, propensos siempre a la amistad con los españoles. En el enfrentamiento habido Lorenzo resultó herido en una pierna con una flecha envenenada lo que llevó a su muerte. Este hecho llevó consigo que Isabel Barreto, además de los cargos que ya ostentaba por el testamento de Mendaña, Adelantada de las islas Salomón y del poniente, y gobernadora de Santa Cruz, el de capitana general y almirante de aquella expedición.
Todos aquellos acontecimientos llevaron a Isabel a realizar un balance de la situación en que se encontraba la expedición: su esposo y su hermano habían muerto; su cuñado Lope de Vega se encontraba desaparecido; el asentamiento de Santa Cruz no se había llegado a establecer de forma efectiva, y los pocos españoles que quedaban vivos estaban siendo arrasados por la malaria. De tal forma que tras reunirse con Pedro Fernández de Quirós le ordenó dirigirse a Manila. El día 18 de noviembre de aquel 1595, tres naves, de las cuatro que salieron del Perú, zarpaban de bahía Graciosa, no sin antes haber desenterrado el cuerpo de Álvaro de Mendaña y haberlo embarcado en la fragata Santa Catalina, a pesar de la oposición de Quirós. Por el camino se perdieron la galeota y la fragata. Las penurias y calamidades continuaron sobre los tripulantes de la nao capitana donde Isabel Barreto mantenía el mando con mano firme. Su objetivo era llegar a Manila como fuera. Ella era consciente de que si no provocaba cierto miedo entre los marineros y los soldados, difícil sería que mantuviera las esperanzas de llegar con vida a su nuevo destino. Aunque parezca inhumana su forma de actuar no tenía otra posible teniendo en cuenta las situaciones a las que tuvo que hacer frente: “…iban ya tan aburridos, que no estimaban la vida en nada; y uno hubo que dijo al piloto mayor, que para qué se cansaba y los cansaba: que más valía morir una que muchas veces; que cerrasen todos los ojos, y dejasen ir la nao a fondo” (Fernández de  Quirós, op. cit., cap. XXX). Hacía falta un temple muy especial, como el que Isabel demostró en aquellos momentos, para no rendirse ante las críticas de las que era objeto tanto por parte de la tripulación como del mismo Quirós, en su mayoría concernientes al abuso de agua y víveres de su despensa particular. Mas ella no dejaba de padecer las privaciones y angustias de los demás. Ella era una mujer, sí, pero con valor suficiente para enfrentarse a quienes pretendieran menoscabar lo que ella creía que le correspondía por derecho y autoridad. En aquella travesía hacia Manila el hambre hacía estragos y la muerte estaba presente de forma continuada sobre todo a consecuencia del escorbuto, que causaba dos o tres muertes diarias. “La ración que se daba era media libra de harina, de que sin cernir se hacían unas tortillas amasadas con agua salada y asadas en las brasas; medio cuartillo de agua lleno de podridas cucarachas, que la ponían muy ascosa y hedionda. La paz no era mucha, cansada de la mucha enfermedad y poca conformidad. Lo que se veían eran llagas, que las hubo muy grandes en pies y piernas; tristezas, gemidos, hambre, enfermedades y muerto con lloros de quien les tocaba; que apenas había día que no se echasen a la mar uno y dos, y día hubo de tres y cuatro; y fue de manera, que para sacar a los muertos de entre cubiertas, no había poca dificultad” (Fernández de  Quirós, op. cit., cap. XIX).  Después de nuevos incidentes con Quirós y los miembros de la nao, el día 11 de febrero arribaban al puerto de Cavite donde fueron recibidos con grandes muestras de asombro que se convirtieron en alegría. Así lo relata Pedro Fernández de Quirós en el capítulo XXXVII: “Estaba el capitán de aquel puerto en la playa, con bandera tendida y toda la gente de mar en orden con sus armas. Al punto de surgir, se hizo salva con toda la artillería y arcabucería al estandarte Real que iba tendido. De la nao se respondió como se pudo; y con esto se dio fondo, como se pudo, a una áncora a que estaba atalingado el cablecito tan celebrado en esta jornada, a once de febrero de noventa y seis, en el deseado y buscado puerto de Cavite…”. Allí relató Isabel todo lo acontecido en Santa Cruz y la espantosa travesía de tres meses que tuvieron que afrontar desde que salieron de aquella isla. Para las gentes de aquella ciudad filipina fue un portento ver en persona a la que comenzaron a llamar “la Reina de Saba de las islas Salomón”. En el expediente abierto para esclarecer los sucesos de la expedición ninguno de los supervivientes, hombre o mujer, ni siquiera el mismo Fernández de Quirós declararon en contra de Isabel de Barreto.
De las dos naves que se perdieron en la travesía de Santa Cruz a Manila, la fragata Santa Catalina, donde iba el cadáver de Álvaro de Mendaña, nunca apareció aunque más tarde se comentó que sus restos aparecieron en la costa de una isla del archipiélago filipino. Por su parte, la galeota San Felipe había llegado a la isla de Mindanao donde los pocos supervivientes fueron conducidos por los nativos a un puerto donde había unos jesuitas.
Allí, Isabel, contrajo matrimonio con Fernando de Castro, familia del gobernador de Manila, y el día 10 de agosto de 1597 embarcaron rumbo a Acapulco, donde arribaron el 11 de diciembre. Desde allí se dirigieron a Ciudad de México y de ahí al Perú, donde se establecen en la encomienda que Isabel había heredado de Álvaro de Mendaña en Huanuco, desde donde iniciaron las gestiones para conseguir que se le reconocieran sus derechos para organizar una nueva expedición que completara la obra de Álvaro de Mendaña. Mas aquellas peticiones no obtuvieron respuestas o no fueron escuchadas, de tal manera que fue a Fernández de Quirós a quien se le encargó de la nueva expedición.
Isabel Barreto falleció en la ciudad de Castrovirreyna, el día 3 de septiembre de 1612, a la edad de 45 años. El sueño de Álvaro de Mendoza de la conquista y colonización de aquellas islas del Mar del Sur, se había esfumado, pero Isabel Barreto, Adelantada, Gobernadora y Almirante de la Armada Española, aunque fuera por el corto periodo que duró la travesía desde Santa Cruz a las Filipinas y que para ellos resultó eterna y cargada de sufrimientos, merece figurar en la historia de la exploración y la conquista como una mujer capaz de soportar con valor y resignación las más duras pruebas físicas. 
María Velasco
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