domingo, 30 de agosto de 2015


Mientras el tórrido verano convierte estos días en una sofocante desazón que hace imposible el descanso, esa desazón aumenta por los escalofríos que siento al ver las imágenes que, estos días, nos ofrecen los medios de comunicación sobre las oleadas de inmigrantes que, huyendo del terror que producen las guerras; del miedo a que sus hijos no tengan un futuro; del pánico a una vida inhumana sin prácticamente nada para sobrevivir, tratan de alcanzar un nuevo país que les aleje de todo aquello. Por lo tanto a la mayoría de ellos no deberíamos llamarles inmigrantes sino refugiados, pues según la propia definición del Comisionado de Naciones Unidas para los refugiados (ACNUR), son “aquellas personas que huyen para salvar sus vidas o preservar su libertad”. Consigo llevan, entres sus escasos enseres, la esperanza y la ilusión de llegar a aquel país, del que otros ya le habían hablado por haberlo alcanzado antes, en el que encontrar una nueva vida.
Mas estas imágenes, para el mundo occidental, suelen ser pasajeras. Impactan en la medida en que las mismas recogen la desgracia de muchos o su crueldad se considera excesiva. Pronto serán olvidadas. Como lo han sido las de la destrucción y la masacre ocurrida en Gaza el año pasado; como lo fueron las de la catástrofe (nakba) del pueblo palestino; como lo han sido las de la guerra en Siria, donde miles de esos seres humanos que hoy se aglomeran en las fronteras de países de Europa, han visto como las noticias de las masacres que allí se producían eran sustituidas por la destrucción de restos arqueológicos.
Todas esas imágenes, queramos o no, tiene la misma magnitud de aquellas otras que se vivieron en la Europa de la primera mitad del siglo XX, donde millones de personas huían perseguidos por el odio o por el temor a la guerra, u obligados por las fuerzas invasoras de sus países: polacos, húngaros, judíos, españoles, alemanes… Aunque algunas de ellas nos las recuerdan cada cierto tiempo.
No soy partidaria de pasar página. La Historia, conformada por las acciones de los seres humanos, está para aprender de ella a fin de no cometer, una y otra vez, los mismos errores. Mas eso no parece suceder así y, en mi modesta opinión, sólo es debido al error intencionado de narrar las historias desde la subjetividad del vencedor o el victimismo del vencido, utilizándola para crear corrientes de opinión a favor de ellos. En todos los casos, todas esas personas, son víctimas inocentes, algo que defiendo y defenderé siempre, pero víctimas de los poderes económicos-políticos que para nada importa las vidas de los seres humanos.
Izquierda: François Crepéau. A la derecha: Gauri van Gulik
No soy política, ni tengo la solución a este gravísimo problema cuyo desenlace no es fácil. Hemos de tener en cuenta que los problemas de esos inmigrantes no acabarán cuando lleguen al país deseado. En la mayoría de las ocasiones se han de adaptar a una cultura diferente, algo no siempre deseado o conseguido; serán discriminados y sufrirán el abuso de quienes ven en ellos una oportunidad para obtener mano de obra más económica; serán los primeros en ser señalados cuando cualquier crisis económica afecte al país donde hayan sido acogidos… Pero está claro que quienes deberían buscarla sólo hablan para lanzarse mutuas acusaciones, enmarcadas en palabras que no aportan nada nuevo, han sido dichas, de una manera o de otra, a lo largo de la historia sin que hayan solucionado la situación real de las personas inmersas en esas situaciones.
“Son personas como tú y yo, y nadie de nosotros debería atreverse moralmente a decir que nunca haría lo mismo si estuviera en su situación. Los migrantes son seres humanos con derechos. Cuando deshumanizamos a otros, nos deshumanizamos a nosotros mismos” (François Crepéau, relator especial de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos de los Migrantes). Palabras manifestadas dentro del contexto referido a la actual situación que viven esos refugiados en las fronteras de países europeos.
“Ante la ausencia manifiesta de rutas suficientes, seguras y legales hacia Europa, la gente no tiene más alternativa que embarcarse en viajes irregulares y plagados de peligros, ya sea atravesando el Mediterráneo o, cada vez más, los Balcanes Occidentales. Ya es hora de mostrar una tarjeta roja a Europa, por su respuesta a la crisis de los refugiados y apremiar a sus Estados para que recapaciten”.  (Gauri van Gulik, directora adjunta del Programa de Amnistía Internacional para Europa y Asia Central). Manifestaciones tras la cumbre de la Unión Europea y los Balcanes Occidentales los pasados días 26 y 27.
 15 de agosto. Los cadáveres de 49 inmigrantes fueron encontrados en un barco rescatado frente a las costas de Libia, 40 de ellos habían muerto asfixiados en la bodega del mismo. 
27 de agosto. Encontrado en el arcén de una autopista en Austria un camión frigorífico con los cadáveres de 71 inmigrantes, entre ellos cuatro mujeres y tres niños. 
Palabras que salen de boca de quienes deberían de buscar una solución al problema, pero palabras que no dicen nada respecto al origen y a la verdadera solución del mismo. Muchos de esos refugiados que huyen de la pobreza y del temor que produce la guerra en los territorios de los que proceden, no es la primera vez que pasan por esa situación, ya lo han vivido en otras ocasiones, como los palestinos que estaban refugiados en Siria o Líbano. Ya estaban, o deberían estar, bajo la protección de la ONU. Las soluciones planteadas en esas palabras lo único que hacen es trasladar ese problema hacia otros lugares, como ocurrió con la solución dada al antisemitismo declarado en Europa en el siglo XIX y que se extendió hasta la Segunda Guerra Mundial. Se limitó a apoyar la decisión del movimiento sionista a regresar a una tierra que ya estaba habitada por los árabes, creando así un conflicto que dura hasta nuestros días y que es parte del origen de esos emigrantes que hoy buscan su futuro en Europa. Futuro que, en muchos casos, ponen en manos de desaprensivos que ven en la desgracia ajena la manera de hacer negocio. Entre 1.000 y 3.000 euros deben pagar por un billete cuyo destino final suele ser como mínimo un campo de acogida en cualquier país europeo, mientras alguien decide si son merecedores del “título de refugiados”; y en muchas otras ocasiones ese destino es simplemente la muerte.
No pretendo que se levanten muros o barreras, eso no tiene ningún efecto ante la desesperación, la miseria o el hambre, muchos menos cuando se ha visto de cerca el horror de la muerte en la guerra. Solo me limito a releer la historia, y la solución, como la propia historia nos señala, no está en desarraigar a las personas de su tierra o su cultura, sino en buscar los medios necesarios, tanto políticos como económicos, para que sean capaces de desarrollar una vida digna en sus lugares de nacimiento. Que, en cualquier caso, si ellos lo deciden puedan ser emigrantes libremente. Esas imágenes seguirán apareciendo, como lo han sido en su momento otras muchas que se hacían eco de esas desgracias múltiples, hasta que por fin se conviertan en parte de nuestro paisaje y terminaremos por no prestarles atención. Nuestras miradas serán desviadas hacia otras cuestiones de tipo político o económico, que lo único que hacen es deshumanizar cada vez más a los seres humanos.  Es la hipocresía que, en muchas ocasiones, preside esta sociedad que camina sin rumbo engullida por el consumismo y los espectáculos de ocio y entretenimiento con el que manipulan nuestras vidas. Es, simplemente, la DESHUMANIZACIÓN del ser humano. Recuerdo la última estrofa de una canción que, en 1978, compuso el cantautor argentino León Greco y que ha sido interpretada por muchos otros artistas y utilizada en diversos contextos y situaciones,
Sólo le pido a Dios
que el futuro no me sea indiferente,
desahuciado está el que tiene que marchar
a vivir una cultura diferente.
 

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